El día es luz, está bañado de luz y de cantos






La mañana tiene la cara limpia. Las lluvias de ayer lavaron sus polvos y cenizas.

Estoy sentado a una mesa que tiene reminiscencias de un patio acosado de ladrillos urbanos, recuerdo de adolescencia.

Hay un viento fresco, de rumbo cambiado, un soplo sesgado del sureste que activa la música de las hojas y acerca a mis oídos el ronronear de los camiones en la ruta, a media legua, un rumor de algo que se va.

Los olmos crecieron en el abandono largo de la casa; no hay simetría entre ellos, aunque en conjunto producen una sombra extendida en un costado, donde está el asador y el horno de barro.

La luz se filtra entre las hojas, se mueve entre el verde desparejo de la tierra.

La gata se ha trepado a la mesa. Camina sobre los papeles, roza mis brazos con insistencia; vuelca el mate sobre lo escrito: arruina la tinta de la lapicera y se queda echada a mi lado, indiferente, como siempre.

Debo levantarme a buscar otra birome y siento el pantalón mojado. La silla, noble, de cuero ladrado, quedó desde la última vez afuera. Desaprensión, descuido o simplemente indiferencia a la inseguridad sobre los bienes materiales.

Debería cambiar de lugar. A la sombra, y con el viento en ráfagas constantes, hace frío aunque me haya puesto un pullover.

El sol está a mis espaldas. Lo miro por el enramado y es un faro blanco con destellos hirientes. En el pino seco (ese sí plantado en su tiempo en armonía con la casa) chilla una pititurria. Es tan pequeña, tan frágil en ese gigante esquelético y enrevesado que me da la impresión de estar parado en el mundo, apenas una partícula.

La luz es un verde extendido, es un colchón que a mi izquierda es un maíz recién nacido. Al frente y hacia mi derecha, se encienden manchas de verde seco. En ese cuadro, no hace una semana, metieron los porotos de soja sobre el rastrojo del maíz. Y los yuyos, pertinaces, obstinados aunque rastreros, disputan con los agroquímicos, pero su tenacidad desaparece cuando los rocían con ánimo de exterminio. Ya el poroto ha brotado, Es mágico, terriblemente mágico.

Es grato ver, ausente de mí y de otros peligros, cómo recorren el campo un par de liebres sobrevivientes. Pocas han quedado. No han sido las escopetas sino las langostas metálicas que arrasan con los pastos naturales. Menos mal que no llegan al territorio de las vías férreas muertas. Allí aún crecen las gramíneas y despegan en vuelos sorpresivos las perdices. Reservas, apenas, no colonias.

El aire está cruzado por insectos. Aquí nomás revolotea un enjambre de moscas pequeñas. Más allá, helicópteros, como abejorros, planean sobre el campo. A lo lejos alguna mariposa blanca, de vuelo nervioso, cambiante, como si tuviera el viento dentro de ella y lo soplara. Cruzan las urracas y aturden los loros.

Cuando el viento se calma, se oyen las perdices, los jilgueros, el benteveo y el arrullo del palomo. Son tantas las voces que aparecen que es imposible hablar de silencio. Cómo escribirlas. Qué sonido humano, qué letra, qué sílaba, qué onomatopeya puede acertar a transcribirlos. No. Es asombroso, como si todos los pájaros quisieran festejarme. Al unísono se despiertan, se contestan, revolotean. Apenas si podré identificarlos, enumerarlos. A las chillonas pititurrias se le suman el áspero graznido de la urraca, el pitillo fino de los mixtos, el alerta estridente de los teros, el gutural llamado del palomo, un chogüí chogüí nítido que se apaga y los loros que alborotan el concierto.

La gata se sienta sobre el papel, escribo entre sus patas, me acaricia, me recorre, me hinca; cruza por el asiento; tengo que advertirle que pare con sus mimos. Unas tijeretas persiguen a las pititurrias: son aviones de caza, misiles en busca del blanco, pero las indefensas se ocultan entre las ramas secas y abortan el picotazo. Sobre los alambres, blanquean los pajaritos de la virgen, no les conozco el canto, tal vez canten para ellos. Sobre los eucaliptus secos, bien arriba, están los caranchos, grandes como pavos. Sus picos curvos, su vuelo torpe, su silencio siniestro. Qué raro que aún no hayan venido los jotes. Esos sí causan miedo, esos son los carroñeros. Basta mirar hacia las vías y verlos en comunidad, atacando la carne putrefacta de los cerdos. O vuelan, vigías, en círculos. Mejor moverse. Me iré al otro lado de la casa. No podré trasladar la mesa de mármol. Veré de improvisar alguna porque el frío se ha instalado en la punta de mis dedos.

De este lado el panorama es otro. Miró hacia el oeste. A lo lejos, el difuso ondular de las sierras, el trazado de las vías, delineado por bosquecillos de olmos que crecieron azarosos, gusanos blancos albergando la semilla y arboladas que denuncian cascos abandonados. No queda gente en las casas de los campos.

Estoy debajo de los pinos. Detecto tres grandes nidos de loros. Cerca de mí el viento, el fuerte viento de la semana pasada, volteó un nido gigante. Lo usaré para iniciar el fuego en el horno chileno para hacer el pan.

Ahora el verde se destaca más, porque comparte el territorio con una mata de flores amarillas, pequeñas flores del tamaño de una abeja, que se extiende en un terreno preparado para un campo de juegos. Bordeando el alambrado, el azul de los cardos. El cielo no es azul intenso. Hay como una grisitud, una opacidad hacia el horizonte, porque hay horizonte en mis ojos. Giro la mirada y lo recorro, la redondez de la tierra. Se ven molinos detenidos que tal vez ya no extraigan el agua. Blanquean algunas construcciones. Por ahí se rompe la quietud cuando levanta vuelo la bandada de jotes. Son veinte, cincuenta, giran en círculos, cansinos, solemnes, vigilantes. Veo cómo el sol se estampa en las gruesas ramas de los eucaliptus secos. Pone luz donde ya no hay vida: gigantes muertos tras la feroz helada y la nieve fuera de época.

Las orejas alerta de la liebre cruzan el campo. No sé si es la misma, pera parece que no la molesto, no le atemorizo.

Estoy bañado de luz. Sobre la mesa improvisada, sobre los pedazos de madera artificial, blanca, se posan las moscas, diez, veinte, que zumban en mis oídos y se encienden con el sol. La pava, negra de tizne, es un objeto vivo. El sol le dibuja una sombra sobre la mesa. Su pico y su asa se escriben sobre el blanco y la definen. Se toca la sombra, se mueve con la lentitud del sol, agranda su superficie, o eso parece. Sombras y luces. El blanco del papel se hace luz, es nítido el contraste con el verde del piso, de gramíneas, quinas y paja brava, gramones y yuyos rastreros. Busco los blancos: vuelan mariposas que antes no veía, ahora son muchas, tal vez porque liban en los cardos azules.

Hay silencio, solo zumbidos de moscas, piar de pichones. Un loro atraviesa el aire llevando en su pico una ramita más larga que su cuerpo. Otro llega aleteando con una rama de eucaliptus con hojas secas. Será la hora del trabajo. Creo que me habla, me mira y me chilla. Una brisa mueve la cola de la tijereta. Es dos veces su cuerpo. Una rama cae desde el árbol: el intento de construcción del loro ha fracasado, se le vino a pique la rama con hojas de eucaliptus. Intentará con otro. Parece que el tiempo les pertenece. No hay apuro en sus actos.

El mundo está iluminado. Ahora la luz está sobre la hoja, el azul de la tinta es el de los cardos. Mi mano dibuja una sombra sobre el papel, acompaña los trazos, se detiene y sigue, manchones de sombras se forman debajo de los arboles, pero el día es luz, está bañado de luz.

La luz es ahora calor. Siento el cuerpo cálido y un sonido extremo alborota el silencio. Busco su origen, es un avión que ronda el cielo, aun no lo descubro. Veo un pájaro volar, es un jote, parece un avión negro, me confunde, me levanto y busco el origen del sonido. Arriba del pájaro atravesó una máquina gris y se perdió hacia el sur. No dejó huellas en el cielo. Solo parece haber invitado a los jotes a imitarlo. Ahora vuelan alto, planean, dan dos o tres aletazos y planean, suben, suben, debe ser el momento de libertad, de adueñarse del cielo.

Una caserita hurga cerca de la mesa, laboriosa, siempre con el pico ocupado, no hay tiempo que perder. Un sonido raro a mis espaldas. Es un pájaro pero truena, vibra, golpea, no había oído un sonido así ¿será un pájaro? No he visto aún a los pájaros carpinteros.

Una paloma cruza el cielo como si anduviera en una bicicleta con cambios o un auto sin embrague. El otro canto de las palomas, cucucú, cucucú, más de mediodía.

Ahí llegaron los carpinteros. Son dos, hermosos bichos, se fueron a los eucaliptus secos. De ahí esperarán lanzarse hacia las paredes de la casa, es su debilidad: ahuecar hasta el ladrillo ¿Pretenderán habitar la casa?

Qué imponente es el carancho. Con sus alas extendidas sobrepasa el metro de largo; las ramas se arquean cuando se posa. Desde lo alto vigila, sus patas son garfios encorvados. Creo que la quietud del aire atrae a la comunidad de pájaros hacia los secos pentagramas, las fantásticas ramas secas de los eucaliptus. Veo las palomas, los carpinteros, las turquitas, los loros con sus picos ocupados. Todos están quietos, disfrutando del sol, salvo los loros alborotadores. Van llegando las palomas. Suelen ser miles, depredadoras, ariscas. Levanto la vista y descubro el nido del hornero. Ahí, en un ángulo de las ramas, al reparo, con su puerta mirando hacia la salida del sol. No lo he visto. Veo revolotear algunos gorriones, pero los horneros no aparecen. Tal vez le hayan ocupado la casa los usurpadores. Cerquita, a medio metro, se posa el carpintero y el gorrión toca la puerta de la casa, llama, pero nadie aparece. Calculo que el hornero abandonó su casa porque se le instalaron muy cerca los vecinos loros. Y el es trabajador, mesurado, constante. Sí, el gorrión se metió en la casa e invitó a otro y otro. Se ve que esa rama es una estación obligada para todos. Llega una paloma, hace una escala y continúa hacia una rama en sombras. La tijereta corta el aire con su cola. Sí, estos gorriones son ladrones furtivos, entran presurosos y salen de la boca de la casa del hornero. Hay uno que oficia de campana, con disimulo mira a su alrededor. Creo que hay una convivencia pacífica entre todos los pájaros. Cada cual en su rama, cerca pero no juntos ¿Se callarán en algún momento los loros? Se ve que a las palomas no les fastidian. A mi frente, en un pino frondoso, se asentó un pájaro. No lo veo, hace rato se asentó. Deberé levantarme y husmear. Me parece por su vuelo que podría tratarse del hornero.

Preguntarse por la luz, como el respirar. Descubrir en un parpadeo toda la luz y remontarse el barrilete hasta su origen. Qué seríamos sin la luz, o sin los ojos. Entonces se avisora el tributo, la veneración al sol. Las sombras son luces atenuadas, lentes que refrescan, que atemperan el calor, brasita apenas del colosal fuego eterno. Estaba, está y estará y me da el calor. Ahora sé que los pájaros cantan festejando la luz. Y tienen la paciencia de pasarse la noche en silencio. Son festejos de luz y el aire es luz. La ciencia nos desmenuzará la maravilla, pero el asombro casi virginal me depositó el sol en los ojos y debe ser parecido a explicarse la vida.

Tras la siesta, las sombras han cambiado de lugar. El lento rotar del día deposita frescor, alivia la resolana. Es chato el paisaje, es la pampa circular, la extensión de la planicie, una luz circular que enciende la vida. Y ellos siguen cantando. Hay conversaciones desinhibidas entre las ramas. El chouí, las flautas, los cacareos, los graznidos, los gritos, los trinos, todos similares y distintos, en el silencio del campo, festejo de la luz, moradores del aire.

Un jilguero se posa sobre el cardal. Detrás, sobre el poste del alambrado delata su amarillez el carpintero. Más atrás, sobre el campo, los teros alertan y renace el concierto. Sobre la pared del lavadero, entre los huecos del carpintero, manchas de luces se mueven sobre una sábana gris, se proyecta una película recortada por el azul del cielo, más azul que el de esta mañana. A su lado el molino atado cruje, quiere volar, el viento lo invita, quiere ser molino y llevar agua al tanque. Es hora de levantar vuelo, de cerrar el cuaderno, de acomodar los papeles para meterme en otra música, la de la ciudad, donde también hay pájaros aunque ya no podamos oírlos.



 

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