Al chofer le endilgaron el recorrido por el parte de enfermo de su relevo y no pudo excusarse. Tenía a las ocho la cita con su amante, lo fue masticando mientras tomaba la calle hacia el centro y entendió que no podía fallarle. Ya era la hora, una mañana en la que se anticipó la primavera. Las urgencias laborales se entrecruzaban en la esquina llamada por los comunicadores sociales el punto neurálgico de la ciudad. Y él conduciendo un colectivo repleto, con gente colgada de los pasamanos.
Justo cuando estaba doblando hacia la izquierda, giro de posición colocado, se le interpuso el rojo infernal de las cinco esquinas, y el colectivo quedó en sesgo ocupando casi la totalidad del ancho de la calle. Giró la llave, detuvo el motor y descendió por la puerta del conductor sin que nadie se percatara. El coche quedó cruzado, delante de la fila que en un instante se formó detrás, como para arrancar a la primera señal. Ya se sabe cómo son de prepotentes los conductores. Es la ley de la selva y se les teme, como a los malos policías o los hábiles abogados.
Dormido o irresponsable, nunca se sabrá, el chofer aprovechó el rojo del semáforo y dirigió sus pasos al hotel que estaba a media cuadra de allí. Démosle la derecha, es de creer que ni se dio cuenta de lo que hacía.
En primer bocinazo pasó desapercibido. Uno y otro más avisaron que la marcha continuaría con el verde del semáforo. Un intento de adelantarse por parte del conductor detenido justo detrás del Uno rojo provocó el encontronazo con el que arrancó por el carril paralelo. El de la mano derecha, una camioneta doble cabina no tuvo suficiente espacio entre el colectivo y el cordón de la vereda. La mujer al volante esperó pacientemente a que el conductor del colectivo reiniciara la marcha y aprovechó para retocarse el rosa de sus labios. Recién ahí los pasajeros comenzaron a inquietarse. Las cabezas se levantaban buscando explicaciones, aunque siempre alguna más elevada interrumpía la visión. Con silbidos primero, insultos después, incitaban al chofer a seguir el recorrido. A esta altura, el concierto de bocinas era ensordecedor. Nadie acertaba en encontrar alguna razón a semejante barullo. Como se sabe, los semáforos no soportan las indecisiones de los ciudadanos. Continuó su marcha ascendente y descendente meticulosamente. El de marras se puso en rojo. Los ojos ansiosos de las ocho de la mañana hurgaban los relojes. Se hacía tarde. Vendrían las advertencias, descuentos de remuneraciones, certificados y trámites para justificarse.
La parejita de ancianos del primer asiento permanecía inmutable, es más, hasta se diría que estaban felices. Tenían turno a las nueve en el hospital central y era más provechoso esperar en medio del tumulto y la algarabía que en las largas colas de enfermos sin recursos que cada mañana asiste al hospital público.
Otro semáforo en verde y el coche que no arrancó, no se movió. A los insultos de los automovilistas atascados, los pasajeros les respondían, sacando las cabezas por las ventanillas, con improperios y amenazas.
Un señor gordito, se bajó súbitamente de su auto deportivo y la emprendió con un morocho que sacaba la cabeza por la última ventanilla del colectivo. En un esfuerzo supremo esquivó el puño que le iba dirigido. El golpe sonó en la carrocería seguido de patadas y otros puñetazos al monstruo detenido en medio de la calle. Es de esperar que en ocasiones como esas los punguistas o aprendices de ladrones aprovechen para hacer su agosto. Manotazos, gritos y el llanto de una criatura se entremezclaron con las bocinas, cada vez más afónicas.
El rojo volvió a ser el dueño de la situación y como si se pidiera un minuto de silencio por una muerte, la calle embotellada quedó al acecho del verde. Se demoró más de la cuenta, el naranja no le dio paso, pero ya se sabe que todo llega en la vida y el verde se señoreó en las ochavas y el gentío compuesto por canillitas, vendedores ambulantes, peatones inveterados y empleados de los alrededores se amontonaran sobre las veredas aguardando el desenlace. En situaciones como esas, escasean los líderes. A nadie se le ocurrió alguna brillante idea, salvo la de sumar su voz a los insultos, al chofer, a la municipalidad, a los pisotones del vecino. La fiesta de los viejitos crecía. Deseaban que no acabara nunca. Un mejor remedio para su enfermedad se le estaba suministrando en la esquina neurálgica. Cada vez que el rojo se encendía, aplaudían, se abrazaban, se besaban, contagiando a los vecinos de asiento, que, a decir verdad, despertaron recién con el segundo ciclo de bocinazos. Los pibes del asiento de atrás no lo podían creer, no irían al colegio. Ella, más atrevida, se sacó el guardapolvo y lo revoleó parada en el asiento, dando vivas al rojo y muertes al verde.
Uno a uno los restantes pasajeros se fueron sumando a la algarabía de los viejitos y de los escolares. El día laboral ya estaba perdido pero la fiesta continuaba.
Ya se sabe que en cualquier conjunto humano hay apresurados y violentos.
Un par de muchachotes, dos o tres señores serios y una dama de incógnito, forzaron la puerta de descenso y, maldiciendo a santos y demonios se perdieron entre el gentío. El resto continuó defendiendo la trinchera de la esquina. A los agravios respondían con coros de consignas, Un cantor, payador el hombre, les daba letra para los cánticos, dirigidos contra los automovilistas que, apretujados a lo largo de la calle, alzaban sus manos por las ventanillas y hacían señas obscenas. Los más impacientes, parados sobre los techos de sus vehículos gritaban desaforados o llegaban con llaves de cruz o puntas de lanzas a mortificar la carrocería del colectivo. Sobre estos se descargaban las diatribas.
La más entusiasta era la anciana. Su pañuelo de cuello se transformó en una vincha roja. De hecho, se formaron dos bandos en las veredas. Sin saber muy bien cuál era la razón tomaban parte por unos u otros y hasta llegaron a las manos vaya uno a saber tras qué discusión.
A las doce, después de lo que ya se sabe de un encuentro de amantes durante la mañana, el chofer se despertó con los bocinazos de la esquina.
Se vistió, alcanzó a tomar una taza de té y con paso resuelto saltó al colectivo, tomó el volante justo cuando el verde habilitaba el paso.
En el colectivo, sólo quedaron los viejitos, que abrazados corrieron hacia el fondo y tocaron el timbre para bajarse en la próxima parada.
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