Muerto el rey no hubo cura de rabias. El indigno monarca consiguió su ilustre nombre a costa de un reino fundido.
Entre pajes maduros y novatos se emprendió la tarea. A poco andar, la sala del reino se empezó a contaminar de voces y proyectos. Los súbditos aportaron su entusiasmo y aunque las piedras dejadas por el viejo rey eran pesadas, día a día la luz se iba haciendo más intensa.
En eso estaban, con idas y venidas. Algunos pajes ofrecían sus servicios a otras y otros que acudían a su sala mayor. Con más entusiasmo que probidad, es cierto, pero rememoraba antiguos tiempos del ágora. Uno de ellos, superando temores y remilgos, se propuso como príncipe. Tal vez los aires de la cima del monte le hicieron olvidar lealtades inconmovibles. Tal vez sus orígenes de paje del mercado confundieron su entendimiento. Lo cierto es que en su camino al trono armó su cohorte con pajes bienintencionados y dispuso algunos cambios que provocaron asombro, desazón y hasta rabia. Como buen príncipe trajo una princesa que en su grado superlativo dejó a sus pajes protectores en una escala inferior del reino. Nadie podía entender semejante giro. Él, que había denostado a más no poder a esos graduados en las esferas del conocimiento superior; él, que había sentido la indiferencia y el desprecio de los pajes iluminados; él, que había sumado su voz contra el tirano y corrupto rey; él, que había bebido en el cuenco de sus amigos, quedaba frente a ellos como un ingrato, un desmemoriado, un farsante.
La moraleja del cuento tal vez no conmueva, pero entristece.
Comentarios
Publicar un comentario