–Quebrada del Sauce, cinco kilómetros a la derecha –dice Juan, como si Rafael y yo no hubiéramos visto el cartel.
La flecha indicadora apunta hacia las sierras. El viaje tuvo lo de siempre, los eternos desperfectos del Citroën de Juan, nuestro malabarista. Avezado en mecánica rápida, antes de tomar la curva de los cerros se detuvo y con una cuerda ajustó un amortiguador. Desde ahí venimos los tres balanceando el peso hacia la izquierda, hasta que consiga un alambre adecuado, nos advierte el chofer.
Una gira más, buscando el mango en parajes desechados por los promotores de cultura. Juego de malabares, destrezas e ilusionismo, golpes de emoción con algún poema sobreactuado y el plato fuerte de la danza del fuego y los efectos de magia.
El Club Sportivo Quebradeño nos ha garantizado la presencia de cien vecinos. Cincuenta pesos la entrada y reparto equitativo entre la Comisión y nosotros, los artistas. Lo extra: una noche en la Posada de Doña Camila, con cena incluida.
—¿Cómo dijo tu amigo que se llamaba el hotel? –pregunta Rafael.
—Posada, bestia, la Posada de Doña Camila –dice Juan.
—¿Será pariente de Camila Sosa Villada?
—Tan posible como que vos sos pariente de Fu Manchú.
No podía ser de otra manera: una legua de camino polvoriento, huella honda por donde el paragolpes del bólido rojo va arrancando malezas de entre los surcos.
—Zona urbana, caramba, llegamos a la civilización —exclama Juan.
La sorpresiva curva deja al móvil cultural detrás del alambrado, con las ruedas de atrás girando en el aire hocicando un inesperado pozo; salimos sin magulladuras, cagándonos de risa.
Una mujer que parece haberlo visto todo desde la techumbre de la galería de un rancho vecino se acerca con paso cansino. Mientras nos sacudimos el polvo, vemos que es imposible sacar al 3CV de ahí.
—M`ijo, vuelvansé, la curva es una mala señal, es traicionera, váyanse a sus casas, les va pasar lo del guitarrero.
Sin darnos tiempo a preguntas, la vieja retorna a la casa de adobe y se pierde de vista.
Juan, el malabarista, atrevido como el que más, no puede con su genio y allá va hasta la casa. Batido de palmas, hasta que aparece un hombre. Alto, imponente, trae en su mano una guitarra criolla con incrustaciones llamativas. Con Rafael quedamos a la escucha desde el alambrado.
— ¿Qué busca, amigo?
—Tuvimos un accidente, en la curva.
—Ahá, ¿se rompió el auto?
—Y, sí, tenemos que sacarlo del pozo ¿Habrá una grúa?
— ¿Una grúa…? Acá lo sacamos a tiro de caballo.
— ¿Conoce algún mecánico?
—Acá lo está viendo, señor, Jefe del parque automotor de la Comuna.
— ¿Usted se puede encargar de...?
—Vaya tranquilo, amigo, yo me ocupo.
—Tenemos que ir hasta la Posada de Santa Camila, ¿es lejos?
—¿Santa Camila? Esa vieja lo que menos tiene es de santa. Es pasando la plaza, camino al río.
— ¿Podremos conseguir un taxi o un ... tenemos muchos bultos.
El guitarrero rasca la bordona y creo que les damos lástima.
—No se preocupen, yo los llevo.
El viejo rastrojero atraviesa la calle principal. Vamos en su caja hecha pedazos con nuestros bártulos. Una cortina de humo marrón envuelve la marcha. A esta hora de la tarde, los pocos habitantes que están en las veredas no saben si creer o reventar. Aprovechamos el inusitado tablado para malabarear destrezas y promocionar el evento. Saludamos con salvas y cornetas, giros y humoradas, pero vemos caras de asombro, de espanto, que nos inquieta. Una mujer refugia en su falda al niño que lleva de la mano, mientras santigua el aire con las manos. Imaginamos que esto es una buena señal para llenar la sala del club dentro de un rato.
En la pared sur de una derruida casona se puede leer el nombre de la Posada. Ponemos pie en tierra, bajamos los instrumentos, y tosemos el humo áspero del utilitario que parte raudamente. Ni tiempo para los agradecimientos.
La habitación está reservada con un cartelito en hoja de cuaderno: “para los artistas”. En la mesita de luz, manos primorosas han colocado un ramillete de flores silvestres. En el aire se respira una humedad veterana. Pretendemos abrir una ventana, ni con fuerzas o ingenio podemos con ella.
La función está anunciada para las siete de la tarde, tenemos una hora por delante. El cuarto de baño no estimula para higienizarse. Apenas un lavado de cara, una rápida mirada en el trizado espejo. El desodorante hará el resto. Escogemos las herramientas de trabajo, dos maletines y el bolsón de tela arpillera con apliques humorísticos.
Cinco, seis cuadras nos separan del club. En la plaza de casuarinas y olmos, un cartel nos espera: Bienvenidos a Quebrada del Sauce. Comisión de fiestas y Parroquia
El cura es el primero en salirnos al encuentro.
—Dios los bendiga, hijos, es una alegría tenerlos con nosotros.
—Gracias, padre, lo mismo decimos.
—De algún modo, somos colegas ¿no?
—¿Colegas, padre?
—Sí, es un decir, somos proveedores de alimentos para el espíritu. El arte y la religión son hermanos siameses. Ahora… ahí está la responsabilidad, nuestra palabra mesurada…respetuosa…en fin, hay que ser muy cuidadoso con nuestros actos y nuestra verbo, muchachos. Cuiden la boca y los gestos. Nos vemos en el club.
A ojo de buen cubero, hay más de doscientas personas.
—Ciento veinticuatro entradas vendidas. Las otras son de protocolo —nos dice una mujer que se presenta como la presidenta del Club. Así, a secas.
*****
Son las ocho y acá no hay miras de desayuno.
La función de anoche fue memorable. Después nos deleitamos con la cena. Escabeche de vizcacha y sorrentinos caseros con un patero inigualable. Me dormí todo,hasta que mis pulmones no soportaron la humedad. Calentaré el agua en el anafe de la galería, y llamaré a los otros, roncan con placidez.
—Buscamos el Citroën y a casa —les digo.
—Doña Camila, ¿podemos dejar las cosas un rato? Vamos a buscar el auto y volvemos.
—¿Auto? ¿Vinieron en auto?
—Sí, bueno, se nos rompió en la curva, pero el mecánico de la Comuna lo iba a arreglar.
—¿Mecánico de la Comuna? Si aquí no tenemos autoridad, ni autos, ni mecánico.
—Pero, ¿cómo? ¿Y el señor que nos trajo? ¡El del rastrojero verde!
—¿ verde?
—Sí, con la caja de maderas de cajones de manzana.
—Esa chata es de otro tiempo.
—Sí, destartalada la pobre, pero nos trajo hasta aquí.
—¿Cómo que los trajo…? Muchachos, la función de club ya terminó, no me vengan con bromas. Soy vieja pero no tonta. Esa chata se esfumó, desapareció, con guitarrero y todo.
Desandamos las calles que nos separan de la curva. Frente a la casa, mate en mano, la vieja parece que nos espera.
—Lo convencí que no les hiciera daño, muchachos –dice–, se salvaron porque vinieron sin guitarra.
El Citroën, reparado, nos aguarda junto a la galería.
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