El toro negro

 

FUI QUIEN  VIO POR ÚLTIMA VEZ AL TORO NEGRO. En el cruce a La Dormida andaba mordisqueando la rala vegetación de las sierras. La yerba del pájaro y la jarilla entremezclaban sus aromas con la pulmonaria y las cortaderas. Renqueaba el toro. Me llamó la atención él que siempre señoreaba en los corrales de pircas, como amo displicente con la vacada, acometiendo su tarea con indolencia , despreocupado del resto de toros bastardos. Una conducta inusual desde que hacía cinco años con el dueño de la estancia lo habíamos sopesado largamente en uno de los stand de la Exposición Rural y tomado la decisión de llevarlo como buen semental.

Síntesis de razas, fiero y manso, su prestigio de reproductor estaba garantizado.


Pensé que habría decidido alejarse y en un par de días volvería a la estancia. Lo imaginé tomar por senderos centenarios, guiado por los rastros de las antiguas vacadas de Anchorena. Las pircas, derruidas, no serían impedimento para su marcha. Aguadas no le faltarían. La raquítica vegetación campeaba, aunque, aquí y allá, retazos de verde serían suficiente alimento en su odisea. Un mugido insolente fue como una respuesta a mis suposiciones.


Otras huellas recientes, trazadas por el caporal y sus peones, atravesaban las serranías, planeadas para el dominio absoluto de quebradas y escondrijos. El caporal y la peonada vinieron con el título de propiedad de la Old Ranch  desde donde la línea de horizonte trazaba un círculo perfecto. Viendo desde el casco la extensión de la propiedad podría decirse que la familia había alcanzado una rebanada de naranja planetaria sobre cuya cáscara circulaban miles de puntos móviles entre cuadraturas alambradas. Más abajo, un vergel abandonado; umbría agreste acorralada por el descuido y el cálculo mezquino.


El camino fue perdiendo sus definidos meandros. La serpiente de plata, que trepaba los cerros hasta el corazón perforado de la cima, acusó los pinchazos de un ejército invisible y su lomo enceguecedor se cubrió de úlceras, morada de alimañas y roedores. La memoria de la piedra guardaba en sus entrañas los ronquidos de los B.M.G y el traqueteo de Joseph Loser bajando al pueblo con su carga de frutas y miel, esparciendo el dulce aroma de tabaco alemán, hechizo de niños y de bestias.



Se supo de su ausencia cuando el patrón decidió un rodeo como para una quincena en Punta del Este.

El toro no acudió con el arreo.

Se dio la alarma y la primera búsqueda fue infructuosa: los perros extraviaron rumbos; cayó la noche, suspendiendo hasta el amanecer.


Hombres de llanura no se le animaron a la nocturna serranía en cuyos laberintos más de una vez quedaron atrapados hasta las primeras luces del alba. No contábamos con los baqueanos de la zona que emigraron cuando en las canteras acalló el último estruendo de dinamita. Ahí quedaron en las rampas los bloques de mármol, testimonio de desacuerdos humanos.

Algunos datos pudieron extraerse en los boliches: sugerencias de entendidos, opiniones de conocedores de otras épocas, enviando a las patrullas hacia posibles refugios con resultados negativos.


El toro había desaparecido y el patrón ordenó la búsqueda hasta encontrarlo, sin reparar en gastos. Las recompensas animaron a muchos olvidados y la sierra se convirtió en un hormiguero de cazadores. Algunos emigrados retornaron con premura para andar por huellas y atajos sólo por ellos conocidos. Al refugio de los pumas, una grieta gigantesca que podía guarecer a toda una tropilla, fue uno saboreando el oro. Halló osamenta blanca. El conocedor de las señales de la zona, inequívoco oráculo de lluvias y tormentas, lector de canto de pájaros y conductas de animales hurgó en su memoria y profetizó: si los jotes del Monte Pelado presiden la altura con la voracidad encima, el toro andará paseando su extravío. En cambio, si en la altura del monte solo están las piedras desnudas, los jotes estarán dándose el festín del animal y no habrá necesidad de continuar la búsqueda.

Allá fuimos y los jotes, presintiendo la cercanía de la patrulla, levantaron un cansino vuelo para enterarnos de que no eran piedras negras en la hoquedad del monte y retornaron al Pelado cuando los jinetes mostramos la espalda.

De búsqueda se trocó en cacería. Una voracidad sin límites invadió propiedades linderas con requisas de ganados y bienes.

La intervención de las fuerzas policiales detuvo el saqueo, dando oficialmente por finalizada la búsqueda.

El destino del toro, ya mítico, se refugió otra vez en la rueda de los boliches, alterando el rutinario comentario con la llama viva de un anecdotario risueño, trágico y fabuloso que reanimó los ojos casi muertos de los reticentes habitantes de la zona.

Entretanto, otro campeón reemplazó al extraviado.

La conclusión definitiva: lo habían robado, aprovechando su mansedumbre y su renquera. El patrón instruyó al caporal en la colocación de visibles carteles de propiedad privada para desalentar la excursiones de ladrones y depredadores y fortaleció la red de alambres y escopetas.


Sin embargo, otra historia se fue tamizando en la criba de los boliches.

Inverosímil, increíble al comienzo, fue cobrando cuerpo, adhiriéndose a la piel supersticiosa de las gentes. Se transmitía en secreto, de oreja a oreja.

Una noche oscura, entre la peonada de La Dormida, la estancia vecina, aguardaba el amanecer para retornar con mis hombres tras el arreo de mil cabezas surgieron las infaltables historias de aparecidos, lobizones y almas en pena. Un viejo, arrimado a la estancia, rompió su mutismo para contar una historia. Cuando nombrar al toro negro presté atención, espabilé y fingiendo no darme por enterado escuché con esfuerzo el hilo casi inaudible del anciano. Se hizo un silencio respetuoso. El viejo tosió y escupió un par de veces, aclaró la garganta y dijo:

El torazo no fue robado ni ha muerto.

Aguardó un minuto para medir el efecto que había causado su discurso. Algunos peones locales se santiguaron. Otros bajaron la cabeza. Los míos, entre temerosos y ávidos, no dejaron de mirar al viejo. Acomodó la garganta como para continuar, pero la voz del capataz lo detuvo:

Pare, abuelo, nos va a traer la desgracia. Cuente mejor lo del finao Jaime pa´entretener a los amigos.

La noche fue un pulmón que soltó el aire contenido y, entre bromas y comentarios de la jornada, los peones se fueron alejando.



Amanecía cuando me vi solo con el viejo que me estiraba una mano sarmentosa con la botella de ginebra. Dos rayas azules eran sus ojos de picardía y malicia:

No, no lo robaron ni se murió —dijo—. Desapareció en el valle de las luces, abajito de las canteras.

¿Cómo desapareció? Qué quiere decir usted con eso?

Ah, m´hijo, esta amaneciendo. Si quiere llegar con luz llame a sus hombres y váyase. Tiene un largo arreo hasta las ferias. Déjelo al toro, Dios bien sabe por qué.

El viejo se perdió entre las casas. Sentí un ardor en la espalda. Me arropé, llaa mis hombres y me vine.

Tenía quince leguas por delante e innecesariamente espol al caballo para huir de las últimas sombras. Miré por encima de mi hombro y los rayos de sol dibujaron la imponente serranía. Vi cómo, una masa carnea y móvil podía hacer una la realidad y la ficción. De una sola vez, entendí el secreto del toro y supe que no podría explicarlo.


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