Tiene de compañía un perro, un cuzquito gris olvidado de ladridos. No está en la indigencia; alguna renta familiar le permite sobrellevar su natural frugalidad. No tiene vicios conocidos y sus gastos se limitan a alimentar el cuerpo de gorrión, los boletos de colectivo y los apuntes para su carrera de comunicaciones, paradoja aparte. No hay colores en su vestimenta: de grises, de ocres, sin el imperativo de la moda ni el desafío de la informalidad.
Un trámite cualquiera es toda una aventura de ensayos y de dudas. Y el asma que lo mata. Y la gripe que no lo deja en paz. El invierno es fatal, casi no sale de su casa. Y si lo hace, va arropado, bufanda y gorra y paso ligero.
Pedirle una opinión es ponerlo contra la pared. Brotes violáceos se apropian de su cara lampiña, un sudor helado le pone tensas las manos y los dedos se le enredan en figuras intrincadas. Esas manos que al apretarlas uno siente que cobija a un pichón caído del nido. El silencio que se le crea para animarlo es mortal. Sin embargo, luego habla. Un chillido de pulmón inaugura un balbuceo que de a poco se torna palabras más o menos coherentes. Unas cuantas frases, salidas desde una mueca parecida a una sonrisa pidiendo socorro. Son sus ojos los que hablan por él. Ojos de otra cara, de otro cuerpo. Brillante mirada que no se arredra, que se clava en el prójimo y lo soporta.
A pesar de todo, un día se animó.
Y apareció Eloisa. Cómo no iba a enamorarse de una mujer con ese nombre. Es más que Dulcinea, que Penélope, casi, casi tan impactante como Eleonora. Y no importa cuánto vuelen juntos, cuánto puede volar un gorrioncito que debe llevar del ala a un pichón más desamparado aún. Porque ella solo puede salir a pasear mientras esté en el horario de su pasantía en el centro cultural. Ella anda como una brujita ingenua con la escoba barriendo suciedades inexistentes. Su cuerpo está en un lugar pero sus ojos están en otro lado, separado de lo que hacen sus manos.
La magia sucede en cualquier trayecto, entre la distancia que media desde la mesa donde está Eloísa hasta el poema que viene en la mano blanda de él.
Ella sonríe cuando lo ve entrar, con esa sonrisa que somos capaces de encontrar de vez en cuando y nunca pero nunca podremos descifrarla. Porque no por nada nos recuerda a la Gioconda —qué no se ha dicho y se seguirá diciendo—, pero si para mí es enigmática la del cuadro, la sonrisa de Eloísa es la de un ángel sorprendido en su intimidad.
Debe pedirle permiso al jefe y el jefe se hará cómplice, sabe que la madre de Eloísa hasta las siete se encierra en su trabajo. Entonces les abre la puerta para que salgan a las calles tomados de la mano. Cuando pisan la vereda la sonrisa de ella le explota por los ojos y se instala en un gesto de gratitud a la vida, mientras él se debe sentir el hombre más feliz de la tierra.
La vida se transforma. El mundo sucumbe ante un amor imposible.
Comentarios
Publicar un comentario