En esa época poco sabía del mundo. Con los mapas aprendía de ciudades y volcanes y las palabras eran renglones imperfectos. Mi padre trabajaba en la ciudad y mi madre se ocupaba de los más chicos, de la ropa y de la comida.
El mundo era un rectángulo y lo recorría saltando de ligustros a paraísos y de paraísos a pinos que hacían de fronteras. No era fácil saltar a los pinos. Era la dificultad, la desprotección del ramaje. Tiempo después supe que había barcazas que por las noches cubrían las fronteras esquivando los controles. Algo de eso aprendí cuando los desafiábamos y por las ramas vecinas sorteábamos la dificultad. El mundo en las alturas era atravesado a diario y no había guerras y nada sabía del misterio de las estaciones.
De aquella casa, la quinta de los Roldán, tengo recuerdos dispares. Tenía el dormitorio más oscuro donde he dormido. El más oscuro. El recuerdo es sombras, frescor, paredes indefinidas. Solo veo en penumbras las dos camas, recorro las paredes y no distingo una ventana. Y si tenía, debe haber sido un ventanuco como el que recuerdo haber visto en los ranchos. Una oscuridad como en la habitación de mi abuela en su lecho de postración hacia la muerte. Tal vez no era así, pero fue la habitación de mis pesadillas: las recurrentes y aquella única que no ha dejado que la olvide. Los rostros pálidos y los sanguinolentos anduvieron en mis sueños como una presencia palpable hasta que se esfumaron hacia el despertar de la juventud. Tal vez se extinguieron aunque siguen ocupando un espacio material, como un sueño que puedo sentirlo en la mano. No me sorprendería que alguna vez retornen.
La pesadilla fue esa única vez y se afincó sin permitir el olvido.
Las tardes eran de juegos, de descubrimientos de nidos, de frutas maduras, de pájaros sorprendentes. Era el mediodía, de vuelta de la escuela y la parva de cáscaras de girasol fue irresistible. Un montículo mágico, inesperado, una descarga de desechos que sería un buen alimento para los animales. Y fue volar en palomita hacia su cúspide, descender en tobogán y trepar el cerro, crear la lluvia, la guerra inofensiva, gestar un cráter y túneles hacia el corazón del volcán. El fragor de la aventura opacó el ruido del motor del auto antiguo de mi padre, auscultado desde siempre a la distancia como para poner en orden el mundo y evitar la reprimenda.
El general, el carcelero, el ogro estaba ahí, en la falda del cerro, con los brazos cruzados no en señal de festejo. No hubo manera de disimular. La ropa enaceitada, el desparramo de cáscaras. Escapar era impensado. El tirón de orejas, los gritos de reprimenda y la orden inviolable de desnudarse e irse a la cama sin comer. A la habitación oscura. La puerta se cerró a nuestras espaldas y un intercambio de risitas nerviosas con mi hermano preludió la siesta obligada.
Vino el sueño. La mujer, rolliza, con un batón blanco con grandes lunares negros, llevaba sobre su cabeza un atado de ropa lavada. Cerca de su casa, en un barrio de calles de tierra, unos hombres la rodean, le quitan el atado de la cabeza, desparraman la ropa en la tierra, la pisotean y se van. La mujer queda en el desconsuelo sin atinar a nada.
Y fue levantarse atravesando las habitaciones en la búsqueda de auxilio. Alguien debía ayudar a esa mujer desamparada. Sería don Onofrio, boxeador cuando joven, quien vivía cerca, cruzando los frutales de la quinta. Una vez en el patio, debajo de un membrillo, mi tía Nena y mamá me contuvieron, calmaron mi ansiedad y me retornaron a la habitación oscura. Era la tarde, más de las cuatro pues mi padre ya no estaba.
Todo lo que cuente es una reconstrucción. Cómo salí, cómo avancé, si hubo gritos o fue en silencio, no lo sé. Sí tengo certeza que el pasaje del primer plano, sonámbulo, al despertar, se produjo debajo del membrillo, con la tía Nena conduciéndome de la mano hacia la casa.
Entre las lavanderas del Río Hondo de la escuela, las historias que nos contaba don Onofrio sobre sus triunfos y derrotas en el ring, la ropa arruinada tras la aventura en la parva de las cáscaras y la severidad de mi padre surgió mi primer y único acto de sonambulismo, tal vez por eso, tan vívidamente recordado.
Comentarios
Publicar un comentario