LA CALLE ESTÁ CASI DESIERTA. En el aire hay un sonido de día de lluvia, un chirriar de frenos si no molesto, al menos de cuidado: uno nunca sabe en qué momento el pacífico charco se convierte en cachetada.
Justo frente a mi casa, Enrique, insoportable sabelotodo de fierros y averías, da las últimas indicaciones a la clienta acerca del cuidado que debe tener al colocar los cambios cuya caja seguramente acaba de reparar. La mujer asiente y mueve la palanca. Lo mira, busca su veredicto. El menear de cabeza del mecánico que reprueba sus intentos le hace perder su compuesta tranquilidad. Lentamente se va hundiendo en el asiento. Otra vez Enrique explica la justeza de los movimientos. No alcanzo a oír, pero imagino sus palabras a partir de las precisas poses que, ya bajo la lluvia, despliega en la calle con su mano derecha y su pie izquierdo: apriete bien, bien el embrague y suave lleve la palanca así, hacia la primera (un golpe, en cámara lenta debajo del cinturón, tirado por un peso pesado), no, hacia la primera, no hunda la palanca, ahí puso marcha atrás, mujer, así, a ver, bájese.
La mujer duda, por la lluvia, por el apuro, por evitarse el ridículo ante otros ojos que, como los míos, estarán presenciando la escena detrás de las cortinas de las casas vecinas. Baja.
El mecánico muestra, con su profesionalismo acostumbrado, la correcta manera. A ver, pruebe, pruebe de nuevo, creo que dice. La clienta retoma el volante. Tengo que elevarme en puntillas para verla: apenas si asoma la cabeza, es omo si se hubiera empequeñecido. Lo que no ve la señora, y yo sí la veo, es la sonrisa socarrona, jodida sonrisa de perdonavidas por la que he dejado de dirigirle la palabra a mi vecino.
Enrique la deja hacer, batiendo su cabeza, ahora con fastidio.
Un crujido de hierros le hace llevar las manos a los oídos. Va a romper la caja, mujer, le grita, ya empapado: los cambios no son de goma; no la trate como si tratara a una escoba. A ver, déjeme que vuelvo a explicarle.
Lo que queda de mujer se desliza hacia la calle, perpleja, huérfana de justificaciones.
Segunda clase magistral, in situ, mientras el cielo se obscurece sin pausa.
Reintento frustrado, con estridencias desde adentro y maldiciones desde afuera y el mecánico que abre con violencia por tercera vez la puerta del conductor mientras el resto de mujer, como una babosa acorralada, busca el escape por la puerta del acompañante; con sigilo, baja, camina en puntas de pie hasta la esquina y su mano levantada detiene el remiss libre que cae del cielo.
Recobrando su estirpe de mujer, se acomoda en el asiento, oculta su cara y al pasar frente al taller gira su cabeza y ve por la luneta cómo el mecánico explica al aire la manera correcta de colocar los cambios.
Comentarios
Publicar un comentario