Jinetes del apocalipsis

 

LA SONRISA FUE PARA ÉL, MONTADO EN SU MÁQUINA INFERNAL, con sus desleídos cabellos al viento. Y los tres tuvimos que aceptarlo así.

Ella hubiera querido treparse a mi dromedario, como en sueños ya había recorrido selvas jinete de elefante ciego, o abrazarse al delfín como lo hizo en sus paseos diurnos por las profundidades del mar. No escogió el alazán pues ya en ensoñaciones había atravesado las tolderías ranqueles, amazona de un tobiano sin cinchas ni bozal. Alguna vez, con la mirada ausente en el jardín, desechó la idea de recorrer el espinazo de Los Andes en una Harley-Davidson. No es que hasta allí no llegara su atrevimiento, sino que sería un remedo despreciable.

Pero al ver a nuestro compañero, no lo dudó. Si había sido copiloto de Ícaro, evitándole el derretir de su cera, cómo no prenderse ahora de la cintura del joven motoquero y calzar el casco azul y unas buenas antiparras. Ató el pelo con la cinta roja, calzó sus guantes de madame y preparó la garganta para el canto fértil de juventud irrazonable.

Alcancé a echar una mirada al living de la casa: nadie había. En el suelo, desparramado, un delantal de cocina, en la hornalla apagada, la olla humeante con papas hervidas y en una tabla de esas que se usan para planchar, una camisa a medio terminar. En el respaldo de una silla, el pantalón y una corbata azul.

Válgame el parecido, me dije, será por eso que no me ha preferido a mí, hombre respetable de barba cuidada y maletín en mano.

Entre cantos y cantos, ella parlot de sus treinta y dos años y su nombre Aurelia, nombre que viene de su abuela, y de su hastío y de sus siempre queridos sueños y de su marido que no habría reparado en su ausencia si no fuera por esa camisa a medio planchar y el nulo aroma a comida a su regreso del trabajo.

Y entonces nos entretuvo contándonos cuando el asalto al tren de Los Alpes y el botín repartido al oscuro entre mendigos y de su vestido negro entallado que habían desvestido muchísimas miradas masculinas en la última fiesta de la empresa de su marido, así como la estuve desvistiendo mientras me gesticulaba como cantante de ópera y me hablaba de la preferida del emperador y me figuré el jolgorio de los maestros nocturnos cuando su desfile desnudo, para sonrojo de los timoratos.

Dos días con sus noches nos fue abriendo los sellos de su memoria, riéndose y riéndonos con descabellada insensatez, al ver a su marido sentado en la comisaría hablando y hablando, mientras el uniformado le hacía las preguntas de rigor. ¿Jinetes del apocalipsis? Y por lo bajo le susurraba el asistente: este hombre está loco.

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