La guerra del agua

 




FUE CUANDO LOS PÁJAROS IBAN A MORIR A LOS CHORRILLOS.
El pueblo que se fue asentando en la ladera norte del cerro Pelado, en el valle protegido de las ventiscas por las últimas estribaciones del cordón montañoso. Tierra fértil de trigales y maíz, vacas y corderos, bañada de sol. Más allá, una llanura parcelada en campos de pequeños propietarios que, poco a poco, fueron alimentando la vecindad estable del poblado.

Del otro lado del cerro, un vergel de espinillos, algarrobos y chañares, con una población dispersa, sin más recursos que los pastos naturales para la cría de ganado cimarrón, cohabitando con pumas y jabalíes.

Bajando de las serranías, el Chorrillero llega al cerro Pelado y en un cañadón bifurca su lecho repartiendo el caudal por ambas laderas para volverse a unir cinco kilómetros más adelante.

Por las sequías frecuentes los chorrilleros derrumbaron parte del cañadón, taponaron la salida del río hacia el este y embalsaron el agua.

Un mayor caudal vino a alimentar el dique; con el tiempo se transformó en un balneario arbolado, con pesca y asadores. Del otro lado, el brazo amputado se fue cubriendo de vegetación. Aún así, un hilo seguía corriendo, suficiente para la sed de los animales.



Mi padre y sus dos hermanos mayores nacieron en Los Chorrillos. Hay una placa en el municipio donde figura mi abuelo Antonio Valverde como uno de los fundadores del pueblo. Mi tío Juan, el mayor, fue el primero en irse a la ciudad. Su oficio de herrero le abrió las puertas en la “La Aceitera”, hasta llegar a ser capataz.

Cuando la empresa se instaló en la ladera sur del Pelado, Juan vino como encargado de dinamitar las vertientes e instalar las bombas.

Juan, con su mujer y el pequeño hijo, ocupó una de las cinco casas que la compañía construyó para el personal, cerca del cañadón.

Luego del desmonte impiadoso de chañares y espinillos, las bombas de succión alcanzaron las napas, y la dinamita partió las vertientes; millones de litros diarios fueron a los campos que se cubrieron de soja. Al indolente Chorrillero el lecho le quedó inmenso; nunca supo cómo se fue agotando.

El agua fue escaseando en los pozos de Los Chorrillos, hasta secarse. Los molinos giraban inútilmente, extrayendo apenas un hilo barroso desde sus entrañas.

Los problemas se agravaron cuando la compañía construyó una empalizada que cerró el paso del arroyo al embalse, desviándolo hacia el cañadón seco.

Nos quedamos sin agua. Los hombres, con mi tío Manuel a la cabeza, remontaron el río y cerca de las nuevas casas, un destacamento policial montaba guardia. Al intentar cruzar el río con sus caballos, los recibieron disparos de advertencia, y ni tiempo tuvieron como para iniciar un diálogo.

Reunidos en la plaza, los vecinos se enteraron de la novedad y resolvieron enviar una delegación a la capital para exponer el problema. Volvieron con la vaga promesa de enviar un comisionado para interiorizarse de los hechos, aunque advertidos de que la empresa había presentado todos los papeles acreditando la legalidad de su empalizada. Por derecho, el agua le pertenecía a la compañía.

De las tratativas oficiales surgió una cuota de río para el pueblo, insuficiente por demás. Manuel tomó las dádivas y emprendió las obras para recolectar el agua río abajo, donde el torrente desviado volvía al cause único.

Los malestares gástricos y un olor nauseabundo que salía de los tanques de almacenamiento llevó a hacerlos analizar: la contaminación por pesticidas y fertilizantes los vedaban para el consumo. Roedores gigantes, batracios deformes se fueron adueñando del embalse. Un musgo pestilente emanaba gases y fosforescencias. La muerte rondaba entre las casas. Los cuervos se aposentaron en la cumbre del Pelado, negras piedras inmóviles, expectantes.

Manuel perdió la paciencia. Con mi padre Esteban y cincuenta hombres con barretas, palos y algunas escopetas vizcacheras caminaron durante la madrugada, y con arrojo tomaron el puesto, desarmando a los policías. El destacamento fue quemado y la emprendieron con la empalizada. La usina dejó de funcionar colapsando el servicio eléctrico de “La Aceitera”.

A las pocas horas el agua se encaminó hacia el embalse, barriendo musgos y mugres de las orillas. El ruido de su paso despertó a Los Chorrillos. Fue un día de fiesta, que duraría poco.

La compañía reorganizó sus fuerzas. Con excavadoras y cementeras levantó, en el lugar de la precaria empalizada, un murallón de cemento que por la dinamita de los chorrilleros voló antes de fraguar.

La guerra del agua se hizo permanente. La avanzada militar de la aceitera cobró sus primeras víctimas. La respuesta fue inmediata. Los chorrilleros tomaron las sierras y desde allí emboscaban a las patrullas. Mi padre se arriesgó a parlamentar, pero fue acribillado antes de pronunciar palabra. La furia y el dolor obnubilaron a Manuel. Y en una acción que ha marcado la memoria del pueblo, calzó uno de los fusiles quitados a la policía y disparó contra Juan, certero.

Un silencio extendido detuvo las acciones.

Enterrados los muertos, primó la sensatez. La ingeniería repartió las aguas con equidad y el Chorrillero siguió corriendo a cada lado del cordón serrano.

La Aceitera” dejó las casas y la usina, que llevó la luz eléctrica a Los Chorrillos.

En la plaza central del pueblo, quedó el monumento con la figura de los hermanos Valverde abrazados, junto a una fuente de dos grifos.




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