LAS TRIBULACIONES DE UN CABULERO

 



Hoy me levanté con el pie derecho.
Anoche dejé los zapatos uno al lado del otro, como corresponde, y sonreí con el recuerdo de mi hijo de cuatro años que aún no entiende de derechas e izquierdas y anda con los zapatos a lo Carlitos Chaplín. Tal vez por eso le guste andar descalzo todo el día. Encima nació con dientes y seguro que será ladrón.

El aviso decía que ayer y hoy se harían las entrevistas para entrar a trabajar en esa empresa. Pero el horóscopo no me deparaba nada bueno para ayer, y que hoy iba a ser favorable.

¿Qué día es hoy? Es martes, no, por favor, que sea veinte, que sea cuarenta, a ver…diecisiete, estoy salvado.

Cruzo los dedos rogando que mi vecino no haya dejado su vehículo como acostumbra frente a mi garaje. Espío y me alivio del trámite de tocarle el timbre y tener que aceptar sus cotidianas disculpas.

Veo el cielo encapotado. Sonamos, me digo, va a seguir lloviendo. Corro hasta la alacena y saco un puñado de sal gruesa. En el jardín hago tres cruces con sal, como me enseñó la tía Ana.

Está fresco, así que me pondré el pullover beige. Al peinarme, me doy cuenta de que me lo he puesto al revés. Seguramente que hoy alguien me hará un regalo.

Descuelgo el espejo para observarme mejor un granito en la nariz y en un descuido se me resbala. Cae boca arriba en el piso y no se rompe. De cuántas desgracias me he salvado para mis próximos siete años.

Por lo visto, las cruces funcionaron. Un tibio sol espanta a los nubarrones. Pero no me debo confiar. Madre mía, mi mujer dejó en el garaje el paraguas abierto. Qué sacrilegio, a ver, a ver, que su espíritu maligno se aleje.

Una madera, necesito una madera, sin patas. Toco la puerta, sí, está que tiene la herradura colgada con sus puntas para arriba. Ah, qué alivio.

Hoy llevaré la pata de conejo porque la necesitaré y revisaré mi billetera para asegurarme que el dólar esté allí.

Antes de salir, acomodaré el elefante blanco en la mesa ratonera. Siempre le digo a mi mujer que no tiene que estar mirando a la calle y debe tener el billetito en la trompa, pero se ríe de mí y, para hacerme rabiar, mi hijo le saca el dinero y lo da vuelta.

Este trabajo tiene que ser mío.

Salgo. El semáforo de la esquina está en verde. Si logro pasarlo antes de que cambie de color, el trabajo es mío. Uf, por un pelito, pero pasé.

Que no se me cruce ningún gato negro. Hoy es mi día, un tipo con la pata de palo, pero no tengo que seguirlo con la vista porque cambiará la suerte. Por las dudas, le hago cuernitos. ¿Cuántas cuadras hice? Más de diez y menos de quince. Me aseguraré, y daré un par de vueltas más a la manzana.

Estaciono y me santiguo tres veces, antes de bajar del auto. Bajo, con el pie derecho, siempre. Tengo una duda y corro hacia el baúl del auto y suspiro: la cinta roja está colgada aún. Debo tranquilizarme.

Cuento los pasos hasta la cola de los solicitantes. Si son menos de cien, el trabajo es mío. Noventa y uno, noventa y dos…

¿Y eso? ¡Una escalera en la vereda! Me tendré que bajar a la calle, noventa y cuatro, noventa y cinco ¿llegaré?... alargo los pasos, noventa y siete, noventa y ocho. Llegué.

¿Cuántos hay delante de mí? Uy, dios, que yo no sea el número fatídico. A ver, cuento, once, doce, trece, soy el catorce, ¡vamos, carajo!, el trabajo será mío.

¿Y si pruebo con la moneda mientras espero que avance la fila? Pero no debo hacerme trampas, como otras veces. A ver, las reglas son claras: si sale cara, me toman. Si sale seca, a la lona. La saco con la mano derecha sin mirar y la coloco en el dorso de la izquierda con un golpe seco. ¡Cara!, grito. Qué vergüenza, todos se dieron vuelta para mirarme. Tragame tierra.

Es mi turno. Si me atiende una mujer, el puesto es mío. Sí, justo se levanta un tipo y le deja el lugar. Sonrío.

Revisa mi currículum y me somete a un largo interrogatorio.

Excelente, señor –me dice–, el puesto es suyo. Tome, aquí tiene la llave de su nueva oficina, es la número trece, allá, hacia la izquierda.

¿Qué? No, disculpe señorita. Vengo mañana, algo no ha salido bien.

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