Cotidianos y puestos en duda permanente, en querer sacárselos de encima y ellos vuelven una y otra vez para afirmar que no eran poses ni cuestiones de imágenes. Eran parte de esa idea de querer cambiar el mundo, de conformar el hombre nuevo, de entender la igualdad entre los géneros y de abrazar en serio la causa de los pueblos.
Rasgos de ser, del ser.
Pero, claro, hubo una furia demoledora, aniquiladora, desaparecedora. Y hubo miedo y se quiso barrer de la faz de la tierra esa utopía de querer cambiar las cosas. Fue que había que parecer correctos, más que mimetizarse para engañar al otro, ser como el otro asumiendo la derrota. Pero hacia adentro, en el adentro, seguimos siendo nosotros, una partición a veces insoportable, con la cantilena de: aquello ya fue y es inexorable dejarlo en el olvido.
En ese debate atravesamos las últimas décadas, cubriendo las heridas con el favor del tiempo sin atreverse a cambiar definitivamente la mirada del mundo.
Es una impronta que, subterránea, larvada, fue tomada por las generaciones siguientes, hasta hacer eclosión en la nueva juventud, y entonces reaparecen los sueños, se comulgan, se transfieren, se sintetizan en un momento extraordinario de la historia y uno no puede sino sentir que está vivo, con memoria, con esperanzas: que no nos han vencido.
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