LA MUJER DEJA LA MALETA EN EL PISO Y SE SIENTA en el banco de cemento debajo de los parrales del andén.
El jefe de la estación la ve desde la casilla cuando el tren carguero de las diez reemprende su marcha. Se acomoda la gorra y enfila hacia ella, de puro servicial.
Al acercarse, trata de retener los detalles para realizar un acabado relato cuando la noche convoque a la rueda de los hombres en el boliche. En el apuro, ha olvidado tomar los anteojos de mirar lejos. Controla su Longines, son las diez y cinco minutos.
Su andar dificultoso no le permite apurar el encuentro. Echa miradas para saberse el único testigo, al tiempo que maldice a los médicos de la capital, que los culpa de su renguera por aquel accidente de trabajo, aunque agradece no haberse aún jubilado; le escribirá al abogado de Ferrocarriles para que demore el trámite.
Andando en ferrocarriles Nicasio Contreras ha conocido la patria, tema recurrente en la ronda bolichera. Los más mozos lo azuzan:
—A ver, don Nica, cuente cuando fue de fogonero a La Quiaca.
Y él relata como si acabara de llegar de la azarosa travesía.
Es el personaje con más mundo de Estación Las Parras y pueblos vecinos. Los caudillos departamentales lo han tentado con el Juzgado de Paz. Nunca quiso meterse en eso de la política, aunque espera que se acuerden de él por haber cargado tantas veces a los votantes en La Trepadora, cuando Las Parras era una reputada estación y con el voto dirigido los arrastraba hasta la escuela de nombre inglés, pues había que apoyar al doctor.
Cuando maquinista, latigaba con los ojos a los fogoneros para exprimir las energías de la locomotora, escalando la cuesta de las canteras. Después se fueron los gringos y las minas quedaron en el abandono. Vino el éxodo hacia la capital.
Hombre de ilusiones, no ha dejado de creer que nuevamente sacarán mineral de las entrañas del cerro arrasado por la dinamita.
—Ya lo verán, Las Parras volverá a ser la de antes: Los ingleses, o algún cajetilla aventurero vendrán a despertarnos con sus cargas y volverán, todos volverán... —palabras por el diario lustrar de la locomotora.
—Debe estar siempre lista, como los boyescau.
El vagón de pasajeros, el único vagón, le sirve para sus siestas largas y los sueños tozudos. Limpísimo, dormita en el fondo del galpón. Desde la partida de la maestra con todos los símbolos patrios, de hecho, se ha convertido en la escuela del pueblo.
—Como si aquí no hubiera quedado más patria —había dicho don Nicasio, cuando decidió abrir su propia escuela.
El sol, filtrándose por el enramado, delata el brillo del recuerdo en los ojos de Don Nicasio, mientras avanza hacia la mujer.
Viene a su memoria la vez que le jugaron una broma inofensiva que para él fue una revelación dolorosa.
Tiene un par de borracheras anuales. La primera, a cada aniversario de cuando su mujer tomó un tren de paso y nunca más supo de ella. Hombre hecho en la escuela del no aflojar, en absoluto demostró su pesar, aunque, año a año, ese día disuelve en alcohol su humanidad abandonada. La Estación ha armado una historia con versiones que llegaron desde la capital, historia que por natural acuerdo no ha llegado jamás a sus oídos.
La segunda borrachera, cada primero de mayo. Día no laborable. Preside el brindis con palabras alusivas... los mártires de Chicago... un día de lucha, ya verán, algún día será de fiesta, es una miseria lo que pasa el trabajador. Y refiere anécdotas de cuando La Fraternidad era como su nombre lo dice y cuando la huelga larga y sus días en la cárcel. A eso del mediodía su renguera lo conduce al vagón y la siesta dura hasta el mediodía siguiente.
Con los caballos de tiro sacaron el vagón, crujieron los oxidados desvíos al galpón y lo fueron orientando hacia la vía madre. Allí quedó el maestro con su escuela, toda la noche. El tren matinal, confabulado, agregó un eslabón a su cadena carguera llevando el trofeo de Las Parras hasta el corazón de la capital.
Regresó vacío. Solo una nota: “El vino y los amigos ayudan a alcanzar la mitad de los sueños. Gracias por el empujoncito. Nicasio Contreras”.
La estación anduvo desorientada mientras duró la ausencia. Sin él, no había escuela ni historias. Un muchachito manejó los ramales durante ese tiempo. La Estación maldijo la hora de aquella broma. Al fin, se dispusieron a darle un corte.
Contagiados por las palmadas de Don Nicasio a su novia de fierro, pusieron los conocimientos vertidos en las ruedas del boliche y La Trepadora, adelantándose al sol, arrancó llevándose por delante las cuestas, impregnando el cielo con el humo febril de sus pulmones. A cada estación, el pito agudo anunciaba su triunfal retorno, ante la atenta mirada de los guardabarreras avisados ya del paso autorizado de una máquina desconocida. Imparable, arrasó distancias y cruzó la frontera de la hazaña.
Allí estaba don Nicasio, acomodado en un banco de la Estación Central, esperándolos.
—Sabía que no me defraudarían.
La tremenda alegría no pudo disimular algunas lágrimas. El viejo maquinista, en andas, fue puesto en su lugar y el retorno de La Trepadora fue inolvidable.
La estación escuchó el silbato atravesando la cuesta. Agolpada, hizo suya las vías. Ese día la fiesta duró hasta el amanecer. El pueblo renacía con los vítores a don Nicasio y enmudecía cuando de su boca salían reflexiones.
— No se debe decir que los sueños son de los locos. Han visto cómo la alegría del vino y la amistad alcanzaron el milagro de echar a andar una máquina antes venerada, ahora mortificada y despreciada. No fueron los gringos, por qué debían ser ellos, fuimos nosotros, carajo, que cuando queremos somos capaces de arrancarle un grito a un montón de fierros. Claro que cuando uno alcanza un sueño seguro que no viene solo. Parece que estamos hechos para la alegría a medias... parece que la vida nos quiere decir que hay otras cosas aparte de los sueños y son esas cosas... que duelen hondo, carajo.
Hubo un silencio y nada más pudieron sacar de su boca. No pocos vieron en los ojos del viejo ferroviario una nueva tristeza.
Con el paso de los años esa mirada se le encalló y la estación se fue acostumbrando a verlo así. Nadie se atrevió a preguntar por el sentido de sus palabras finales cuando el viaje triunfal de La Trepadora.
Los parrales verdean junto a las vías, ofreciendo a la mujer su sombra añeja.
Don Nicasio siente que toda su historia se enreda mientras cruza el andén. Es un relámpago que ilumina su mente abotagada, un nuevo silbo cruzando la cuesta, sacudiéndolo.
—No te esperaba —dice.
La mujer parece no escucharlo. Toma su maleta, habla de una sola vez.
—Abandoné el burdel. El gringo acabó por sacarme las entrañas como antes nos chuparon los cerros. Me quedaré aquí, porque aún dan uvas los parrales.
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