SE TIRA EN LA CAMA. Con la punta de un zapato se saca el otro y con el pie desnudo se saca el que le queda puesto. Permanece quieto viendo cómo las paletas del ventilador de techo se desdibujan en su torbellino. Una noche más en un hotel, indiferente.
Revisa el teléfono. Varias llamadas perdidas. No tiene ganas contestar ahora. Abre el Facebook: veinte notificaciones, tres pedidos de amistad, un solo mensaje. Lleva el dedo ahí: Elisa Rodríguez. No conoce a nadie con ese nombre. Aprieta y lee: Hola, Daniel. Soy Elisa ¿Te acordás de mí? Quiero verte.
Antes de las ocho de la mañana ya está en el bufete. El conserje le señala la bragueta abierta; le advierte que está despeinado. Daniel mueve los hombros y ni agradece.
La cita es a las nueve y no puede permitirse una distracción en su rutina. A las diez está agendada la reunión. Se sorprende pensando en Elisa. No tiene registro de nombre de mujer salvo el de su esposa y los de sus hijas. Ni secretaria, ni subordinada, ni jefa. No hay Elisa en su vida, o por lo menos no recuerda a ninguna Elisa. Es imposible un nombre de mujer desde que trazó su vida hace veinte años. Revisa su agenda, le pasan olvidos repentinos. Es mucha actividad, le ha dicho su mujer. Decile a Lucía que te arme la agenda en el celular nuevo.
A las tres de la tarde, de regreso, le entra un llamado de su mujer. No lo atiende. Y se acuerda de Elisa. Se pone nervioso. Le pide al taxista que se detenga; paga el recorrido y busca un lugar tranquilo. En una plaza de barrio, abre el facebook. Soy yo otra vez ¿Cuándo podré verte?
Se le pasa por la cabeza decirle que sí, concertar una cita. Es alguien que ha entrado en su perfil, sabe que es él, está la foto que le sacó su hija cuando le armó el muro. Se hunde buscando una Elisa que lo salve, pero es como si se hubiesen arrancado páginas de un libro y solo quedaran las que hablan del camino laboral hacia la cumbre, de la excelsitud de la familia y el top ten de los hijos. No hay Elisa. Ahora sí, borra éste y el anterior mensaje. No debería dejarlo al alcance de la mano de nadie.
Es su mujer quien lo advierte. ¿Qué pasa que no dejás el celular arriba de la biblioteca? ¿Tendrás algún llamado de mujer? Los celos de siempre. Saca el celular del maletín; no sé en qué estaba pensando, argumenta.
Sobre la mesa de luz, descansa el celular. Entre sueños, oye el sonido de un mensaje que entra. La mujer duerme a su lado. Duda en leer, se descubriría. Mañana, antes de levantarse, estará su hija menor junto a la cama para que le muestre las fotos que tiene que sacarle de cada ciudad o país que visita como funcionario. Yo después te las bajo, las imprimimos y hacemos un álbum ¿dale? Se incorpora de la cama, arrebata el celular y lo introduce en su calzoncillo.
Se sienta en el inodoro. Espera que no haga ruido, ninguna señal. Busca en el facebook y lee: Esta no es una noche para pasarla sola. ¿por qué no te venís?
Fantasea con Elisa. Quiere ver su perfil, pero sabe que su hija se enterará que anduvo curioseando. Tiene ganas de contárselo.
Mira por entre las piernas el agua del inodoro y se atrevería. No, tiene que obrar con sensatez; mañana lo hará. Ahora a borrar el mensaje delator. Se siente un traidor, un mal padre, un esposo engañador. Se ve en su cargo ¿Cómo es posible que pueda albergar una pequeñez así?
Se deshace de él. Explica que se le debe haber caído cuando se desprendió del saco al salir del ministerio, que lo tenía en el bolsillo interior. Alguno le dará buen uso, disimula.
Otra vez la adorada hija le programa de pe a pá todas las funciones del flamante modelo. En el facebook han quedado mensajes que la prudencia de la hija no se atreve a husmear. Nada ha pasado. No es posible desprenderse de los ancestros como no es posible cortar con la historia de las redes sociales. Estás atrapado, Dani, y debés dedicarte a tus funciones oficiales. Tal vez así la vida ordenada alcance su plenitud.
Por una semana, el facebook le da un respiro. Se habrá olvidado de mí, se dice. ¿Fue una equivocación? Nunca había sentido tan de cerca el placer del peligro. A cada rato controla. Camina en torno a la mesa. Se sienta. Se para. Mira.
Anda enojado con sus pares, no se subordina con sus superiores, trata mal a los dependientes y no ha sido tan eficiente. Le dicen que vienen nuevos aires, que él ya ha cumplido su misión y que debería estar en un puesto sin tantas responsabilidades. Se vive un nuevo año electoral y se necesita un político allí en su lugar y no un técnico. Lo destinan a otras funciones, de menor cuantía. El sueldo es el mismo, las horas de trabajo son menos, la responsabilidad se agota en su tarea. Aunque no alcanza a ver las ventajas de la situación. Debió entregar el celular de la flota del área. Le darían otro, o ninguno. Siente como si le hubieran sacado del alma un quiste cancerígeno. Vuelve a su casa. Desde la puerta de calle huele las ceras de los muebles y huele el tabaco. Su mujer ha vuelto a fumar. Da un portazo que estremece el centro de mesa con sus camelias marchitas. Su mujer duerme, son las once de la mañana y ha vuelto a acostarse, vestida. En su mesa de luz, una parva de blíster, cajas y frascos. Ya está. Ahora otra rutina, no más viajes, no más hoteles, se entusiasma. No más Elisa.
A la tarde sale con su adorada a elegir un nuevo aparato. Tenés que pedirles el chip , papá, así sacás las direcciones. Él le dice que no, que no quiere saber nada con nadie de antes. Que todo será nuevo. Y no quiere el facebook. Es que ya te configuré la línea con tu cuenta de Facebook, papá, si querés no lo usés. Y Daniel no sabe si lamentarlo o entusiasmarse.
Sabe o percibe que algo ha ocurrido, aunque no alcanza a distinguir las consecuencias. Como el dinero que ingresará al hogar seguirá siendo el mismo por un tiempo, parece que nadie se preocupa por el cambio de actividad. Siguen con las altas expectativas, pero Daniel está cambiado. Se enoja por todo, no hay una sola muestra de afecto, ni una caricia; arma operaciones inmobiliarias o contratos de trabajo inverosímiles. Está muy enojado con su hija mayor que le ha traído un pelilargo a la casa, un drogadicto, dice, lo enfurece, no lo quiero ver más y la hija que tampoco la verá a ella y la madre que intercede. Le han desaparecido varios Rutini de la bodega y eso no puede ser más que obra del pelilargo. Si al menos estuviera con Elisa, ella le diría qué hacer con este malhechor. Ve algunas paredes con manchas de humedad. Otras tienen desprendimientos de pintura. No se pregunta qué le puede estar pasando, solo llena papeles, concierta entrevistas y espera mañana. Le dan ganas de ir a confesarse con el cura, qué le diría, malos pensamientos, sí, muy malos.
Ahora sí siente la vergüenza de tener un sueldo sin trabajar, aunque no le desagrada del todo, y envía currículos a amigos, conocidos y extraños, sin repuestas, y pasa horas en cualquier bar que se cruce, con un diario abierto que no lee, con el celular encendido. La mujer está furiosa: Daniel no se baña, no se afeita, no se cambia de ropa. Él se ríe y la expresión de su cara asusta. Tiene ganas de contarle de Elisa a su hija adorada, le parece gracioso. Está seguro de que a su hija le gustará.
Llegará noviembre y no habrá más sueldo para la casa. Tal vez tenga que desprenderse del aparato. Se pregunta qué será de la vida sin Elisa.
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