Ramona



DE ENTRE TODAS LAS FOTOGRAFÍAS QUE RECIBÍ para el concurso hubo una que me intrigó. Técnicamente era intachable. El rostro y las manos de una mujer aborigen, sonriente desde una edad imprecisa, curtida de sol y sufrimientos. El remitente firmaba con una sigla, que supuse sería un seudónimo, y debajo, una ambigua dirección. No eran esas las reglas del concurso pero no por ello podía invalidarla. Adentro del sobre, solo encontré la foto.

Acudí a Carlos. Me interesaba su opinión.

Abrí el sobre delante de él, aunque cuidé ocultarle el remitente.

Fijate vos en esos ojitos pícaros de la vieja —me dijo cuando se la mostré.

Los había visto, sí, pero me había quedado pensando en el anillo. Ese anillo gastado en su mano me atraía.

Para mí que su hombre la golpea cuando viene del ingenio, luego de pasar por el boliche. A ella no le importa que venga sucio y borracho. Después se desquitará en la cama —opinaba Carlos.

Podía ser, reconocí de mala gana, empalagado del abc de todas las cuestiones humanas.

¿Monona, me dijiste que se llamaba?

Noté cierta sorna en la pregunta de mi amigo, viejo él, muchísimo más viejo que la Ramona, tal era el nombre de la mujer, el nombre del título de la obra.

Estuve a punto de arrepentirme de haberle mostrado la fotografía..

¿Pero, qué tenés que hacer con esa anciana?, no tiene aspecto de ser tu abuela.

Tengo que hacer una investigación —mentí.

¿Sobre el sexo a los ochenta?—ironizó.

Algo de eso hay —dije. Guardé la foto en el sobre y le agradecí por su aporte.

¿Aporte de qué? —preguntó intrigado cuando yo estaba saliendo de su habitación.

Anduve con la foto en el bolsillo durante un mes. Varias veces en el día la miraba e iba reteniendo sus rasgos, memorizando sus gestos, imaginando el resto.

De a poco, se fue fotografiando en mi cabeza. Ahí adentro empezó a moverse, como una lombriz solitaria en un melón.

Obligado a reparar en ella, me fue contando su historia. Y la palabra venganza empezó a sonar en mis silencios. Fue un detalle, primero. Una risa inopinada, como resucitada de los socavones, de las zafras, de los arrabales. Y se fue asociando con la palabra paciencia. Digo palabras solo para significarlas.

Instalada definitivamente, me fui acostumbrando a sus irreverencias.

Rompí la foto, en mil añicos. Retuve el sobre, inexplicablemente. Intenté un antídoto concentrándome en otras fotografías del concurso: una mujer para la portada de una revista, un niño dando sus primeros pasos, un deportista exitoso. Estupideces. Ramona contaminaba las imágenes.

Cobijado en mi aura de imparcialidad, traicioné mis principios: fallé el concurso sin siquiera mencionarla.

El día de la exposición y entrega de premios me encontré con Carlos.

¿Cómo anda la investigación?, ¿avanza? —preguntó. Maldije su memoria.

Ahí va – le dije. Me sentí perdido cuando comprendí que buscaba la foto entre las premiadas y movía la cabeza desaprobando. Se fue antes de la ceremonia de diplomas.

Esa madrugada me llegué hasta su casa.

Vine a pedirte ayuda.

Necesitás un trago —dijo secamente.

No, necesito sacarme la mujer de la cabeza.

Le conté de las palabras que sonaban en mis silencios.

Al servirme una ginebra me miró. Tal vez vio en mis ojos los de Ramona.

Tomamos varias copas. Me habló de la expoliación de los pueblos originarios, del desmonte, de topadoras y desalojos, de las minas a cielo abierto, de la contaminación. En un momento de debilidad, metí la mano en el bolsillo interior de mi campera y le entregué el sobre. Buscó el remitente.

Ucan, Paraje las Maravillas —leyó—. Interesante, interesante. Qué detalle el del anillo ¿no? seguramente es más antiguo que ella, vendrá de sus abuelos. Una especie de memoria, diría.

Ya estaba borracho para asentir.

Una pavada —dije—. No podía premiar un rostro despreciable.

¿Te he hablado del resurgir del tigre, no? Tal vez el anillo se corte. 

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