Ruleta

 

EL TRÁNSITO, AL ATARDECER, NO ES PARA IMPACIENTES. Octavio mira por el espejo retrovisor y maniobra para dejarle paso a la muchacha del auto descapotado que lo apura con su bocina. La ve sonreír en su acelerada. La luz roja del próximo semáforo los volverá a encontrar. Debería devolverle señales de luces pero no está para juegos estúpidos. Marcha lentamente permitiendo que el auto azul se mezcle entre los más apurados. Otros bocinazos lo obligan a acelerar la marcha. No tiene apuro por retornar a su casa, aunque prefiere salir de la avenida. Pone el giro hacia la izquierda y por la colectora, zigzagueando, sale del infierno de los viernes al atardecer.

Desde la calle, acciona el portón levadizo y estaciona en el garaje. Descorre el biombo plegable de tres hojas divisorio del comedor, deja el maletín sobre la mesada del aparador, tira encima el saco y atraviesa el comedor hacia el baño. Una fragancia apenas perceptible flota en el aire. Sobre la mesa de cedro ve el papel. Seguramente algún pedido de la señora de la limpieza, piensa. Se refresca la cara, vuelve al comedor, toma el papel y lo lee. La fragancia penetra en su nariz. Dos o tres veces lo lee. Dos palabras, apenas. Luego, lo hace un bollo, va hasta la cocina, levanta con el pie la tapa del tacho de residuos y lo arroja.

Ya en el dormitorio, se tira sobre la cama matrimonial, se saca un zapato con un pie, luego el otro, enciende el velador, entrelaza las manos detrás de la nuca y se queda quieto quince, veinte minutos, con los ojos cerrados.

El rumor en sordina de la calle lo mantiene despierto. Piensa en desvestirse totalmente, tomar la pastilla de dormir. Se sienta en la cama, abre el cajón de la mesa de luz, sin mirar, palpa su interior y lo cierra con fuerza. Vuelve a abrirlo sosteniendo la perilla del cajón por varios minutos. Luego lo cierra con calma. Se incorpora. Selecciona del placard un saco sport, una camisa al tono, calza los zapatos y subido a una banqueta, abre una puerta de arriba, extrae un sobre y aparta la mitad de su contenido. Le tienta abrir el placard de ella pero deja la habitación.

Hace meses que no entra ni sale por la puerta principal. Hurga en diversos cajones hasta encontrar la llave. Dejará el vehículo. Apaga el celular, acciona el sistema de alarma de la casa y sale. Serán las nueve de la noche.

En el kiosco de la esquina compra un paquete de Chesterfield. Lleva tres años sin fumar. Enciende un cigarrillo y lo fuma en la esquina, apoyado en un ciprés florecido. Con las primeras bocanadas se justifica en su reincidencia.

Detiene un taxi y da la dirección de un restaurante emblemático, caro a sus afectos.

La recepcionista le solicita la reservación. Ante la negativa, la mujer consulta con el maitre principal quien dispone amablemente acomodarlo en una mesa rinconera, para dos personas. Octavio lo deja hacer. Una vista al lago y hacia el fondo, el camino de montaña serpenteado de luces. Ordena un plato de mariscos con salsa a base de manteca y un vino chardonnay. Sirve vino y un trozo de hielo en cada copa. Presta oídos a las conversaciones en las mesas contiguas, la mirada baja en los mariscos y al llevar el vino a la boca los ojos se le van a los reflejos del lago o a elegir al azar la luz de un vehículo y seguirla hasta que desaparece en alguna curva u hondonada. Vuelta al resto de mariscos no puede evitar los ojos en el plato y en la copa petrificadas sobre la silla vacía.

Pide la cuenta. El hielo aún flota en la copa intacta. El mozo le sonríe por la generosa propina. En un salón contiguo, se arrellana en un sillón y enciende su segundo cigarrillo. Serán las once de la noche.

Atraviesa la costanera del lago y entra en el Sans Soucí, a esta hora con pocos asistentes. Habla con la dueña, que se alegra y le sonríe al verle, y al rato sale con una mujer joven. Un taxi los lleva a la dirección que da la mujer. Dos horas después, el mismo taxi los devuelve al Sans Soucí.

Camina las tres cuadras que lo separan del Casino. Enciende su tercer cigarrillo.

El decorado y la distribución de las mesas lo desconciertan. Ubica la nueva barra del bar y se sienta en un taburete de madera oscura. Le sirven un trago obsequio que desprecia. Pide un champagne frapeado (extra brut, aclara) mientras una trompeta, apocalíptica, interpreta Perfidia. Una bella mujer lo reclama pero está ausente.

La trompeta calla y por los altoparlantes anuncian que en media hora se cierran los juegos. La voz de Bing Crosby llena la sala.

Escoge una mesa de ruleta con pocos apostantes, compra las fichas amarillas y espera el barrido de las fichas perdedoras y el pago de los aciertos. Lo seduce el color del tapete, como otros ojos. Cuando la mesa está dispuesta, corona el veintitrés con lo máximo permitido y toma distancia del lugar. Una fragancia le provoca un brusco girar y por poco golpea a una mujer, que sigue y le sonríe comprensiva. El crupier impulsa el cilindro de la ruleta en una dirección y lanza la bola en el carril circular en dirección opuesta, y cuando la bola desacelera y desciende, el no va más atrae a Octavio que queda con la vista clavada en el final del movimiento.

El crupier sonríe a la suerte del recién llegado quien deja su contribución y espera que la mesa verde esté nuevamente servida. Apuesta ahora en los cuadrados rojos de la segunda docena. El girar del cilindro y la búsqueda alocada de la bola de un hueco donde anidar, lo sustraen de todo pensamiento, como si en esa carrera de direcciones encontradas se resolviera la suerte del universo. O al menos el suyo. Continúan sus aciertos hasta la bola del final. Abultan las fichas mayores en sus bolsillos. Las cambia. No cuenta el grueso fajo que le devuelve el cajero y, sin inmutarse, sale del casino.

Pide disculpas al chofer del taxi por el cierre fortísimo de la puerta al bajar en su casa. Una luz interior encendida y un rumor de música de radio. Desactiva la alarma con alguna esperanza. El sonido único del pulsador lo desconsuela. La música tal vez sea la de Bing que ha quedado encerrada en sus oídos. Quizás no apagó la luz del dormitorio. Abolla el paquete de Chesterfield y lo arroja a la calle.

Acciona la llave de entrada y con un resto de aliento camina hacia el dormitorio. La luz encendida. No, no la había apagado. Y el silencio es un volcán en erupción. Del tacho de residuos desabolla el papel y lo guarda en el bolsillo del saco. En el tocador, cepilla sus dientes. Se desnuda. Tira el papel en el inodoro y aprieta el pulsador. Toma una ducha fría; se seca y calza su piyama.

Abre el cajón de la mesa de luz y esta vez su mano no queda sosteniendo la perilla. Se introduce con violencia. Son las tres de la mañana.

Comentarios