Todo comenzó cuando los rostros circulares, esas caras pálidas o sanguinolentas que me acosaban por las noches. Volvían una y otra vez. Me perseguían, impasibles e inmutables. No hubo manera de sacármelas de encima. A veces me daban un respiro, un tiempo en que parecía que no retornarían y volvían a la carga, reproducidas, pesadillescas, tuve que aprender a convivir con ellas, como con la timidez y la pelota. A nadie se lo dije, era mi secreto crimen, eran mis habitantes nocturnos hasta que ocurrió la maravilla: una mañana, recién salido de la adolescencia, con lápiz y papel los escribí, los describí, hablé de ellos, le puse nombre y apellido. Después los pasé con la letra de molde de la Tippas de mi padre y nunca más regresaron. Pienso ahora en ellos como buenos amigos de la infancia.
Después vinieron los pájaros, gigantes alados que cruzan sobre hundimientos de la tierra árida y vienen a buscarme en un refugio entre las piedras: Sobre el murallón de sierras empedradas, un gigantesco pájaro sujeta su presa. Bajo sus garras patalea al aire un caballo blanco, caídas las riendas a su costado. Una mancha glauca va creciendo al acercarse a la hondonada...Desde mi refugio asisto entre asombros y pavores al espectáculo aéreo. Algunas noches volvían, más insistentes, más arriesgados, me transmitían su ansiedad, su locura, en los pasos cotidianos hacia el trabajo con temor a que volvieran a la noche. Ocurrió lo de los rostros circulares. Esta vez en una de las primeras computadoras del siglo pasado los capturé en la pantalla, los hice volar, les di alas de papel gráficamente y quedaron ahí como pájaros en el aire, esos aguiluchos que se elevan hasta alturas inconmensurables y desde ahí nos guían o nos espían. Rostros, pájaros, verdugos y precipicios, pasaron a ser alimento de historias, relatos, cuentos o poemas.
En la vida solemos tener un par de antes y después definitivos. A partir de uno de esos momentos, hace ya varios años, comencé a anotar todos los sueños. Es despertarse, la rutina habitual de la higiene y los mates, encender la computadora y en la página del día volcar las fotografías oníricas que se salvaron. Cientos, miles de escenas están transcriptas y uno sabe cuánto fastidia al otro escuchar el relato del sueño que tuvimos. Me vine reclamando una explicación, una razón, qué sentido tiene malgastar horas en anotar cosas que no tienen valor ni trascendencia, y me digo que sí lo tienen, que es un álbum de fotografías de palabras, sueños fotografiados, no vale la pena entrar a dilucidar el asunto porque sobre esto hay un diálogo diario con ese mundo. Hasta que me cansé, me dije que ya basta de esta locura, que todo es inservible, que me dedique a otras cosas, a imaginar el mundo que vendrá después de la pandemia, a indagar sobre lo que hay del otro lado de las cosas, a escribir canciones para Amarú o dejarse ir por las palabras o dejar que sean ellas que nos lleven a su antojo. Así lo hice.
Anoche me despertaron ellos, volvieron los pájaros gigantes. Traían en sus garras los rostros circulares, los lisos y los sanguinolentos y me vine acá, otra vez, a buscar el antídoto que me salve.
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