El e-mail ya fue

Detesto mi nombre. Un nombre de viejo, inconfundible. Debo ser el único Atilio de la ciudad. En mis noches de insomnio me he buscado en guías y no hallé homónimo. Me pregunto para qué sirven las guías telefónicas si ahora todo está almacenado en el celular. Sí, estoy ácido esta mañana. Será que la llovizna no me deja emprender el boludeo cotidiano. Bueno, a afrontar el chubasco, será otro día. Acumular en la caja nueva las cosas para mañana. Ah…, me decía, el día que me jubile, cuando lleguen las vacaciones, cuando llegue el domingo, cuando vuelva del trabajo, cuando los chicos se casen, cuando…

Vencía el cansancio y el despertador me convocaba a la noria.

Ahora que no trabajo, para mí todos los días son como domingos. Como domingos, no domingos. Me quedo pensando en aquello de que el trabajo es un organizador de la vida: qué lindo, qué manera piadosa de conformarnos. Claro, todos tenemos obligaciones, no se puede vivir del aire. Y ahí vamos, enfundados en horarios, en cortesías, en puntualidad, aspirando a que llegue el aguinaldo para arreglar esa pared de mierda y después las vacaciones para calcinarse debajo de una sombrilla.

Ahí empecé esta etapa, cuando me sentí inmerso en ese mundo de apariencias, de vanidades, de disputas mezquinas. No se puede salir desnudo a la calle. Hay que vestirse, peinarse, mirarse antes en el tocador para disimular los desarreglos del sueño. Ajustar la sonrisa, atarse los cordones, comprobar que el pañuelo está en su lugar y que el bolsillo no esté vacío. Así nos parimos todos los días. Lamentar la cucharita que no se adquirió y ver pasar un auto sin su rueda de auxilio. Cómo se puede andar tan al descuido.

Sin querer, o queriendo, quedé envuelto en esa telaraña. Basta ya. Dejemos sólo los hilos que nos interesen verdaderamente.

Quisiera ser como Eugenia que se abroquela detrás del celular y la vida se le hace enteramente propia. A ella le quedan, íntegros, partes del sábado y el domingo. Es una genia Eugenia. Recién me llamó y no me quedó otra que atenderla sabiendo que me cagaba la mañana. Y cómo no atender si uno debe estar al servicio de los mejores afectos. Uno se siente bien cuando le hace un favor al prójimo, y más si el prójimo es un gran amigo. Pero por qué no se le ocurrió llamarme en otro momento. La fuerza mental (las energías le llaman ahora), vino en mi ayuda. Respondí el llamado. Procedí como es debido. No era posible hoy, será para la próxima semana. Todo bien. Quedé como un amigo, hice un par de chanzas, un par de preocupaciones compartidas y un abrazo.

Uno está de este lado de la vereda. Hay una calle vacía que nos separa del otro lado, como un espejo que refleja la vida de este lado, pero no es la misma. Del otro lado está lo otro. Es como un formulario con línea de puntos para que lo llenemos con lo que se nos antoja. La muerte. Los sueños. El futuro. La felicidad.

Pero qué bueno es tener el jardín ordenadito, las piedritas delimitando los canteros, la tijera domesticando rebeldías, extirpando la maleza y la calaña, aunque el rompecabezas no tenga pies ni cabeza y se sueñe con la mano azarosa que venga a poner orden ante tamaño zafarrancho. Es la medicina que me salva. Un arqueólogo en las ruinas del tiempo levantando ese trozo de mampostería del mundo que fue.

Recojo las imágenes como piezas de un puzle de resultado incógnito. Tomo una de las piezas y la observo con ojo clínico. Cuando el armado del puzle se rodea de cansancio y desesperanza, las piezas no me encajan. Un trozo de verde queda entre rojos inexplicables y me apichona como frente a un cuadro abstracto. ¿Sueño con una mariposa o es la mariposa que me sueña? ¿Estoy pensando por mí o por la vereda del frente? ¿Estoy en medio de la calle vacía o de este lado, viendo pasar la vida? ¿Hago lo que quiero o lo que puedo? ¿Quién maneja los hilos de mi marioneta? Ninguna de las preguntas tiene respuestas y tampoco me preocupan. Sé que la respuesta de hoy es la pregunta de pasado mañana. Tengo ganas demandarle un email a Eugenia, que no me contestará. Pero siento que es un buen pensamiento, como elevar la vista hacia el más allá, aunque las señales no aparezcan.

Hay días en los que me olvido de los cuestionamientos y acompaño al sol con su propia luz. Esas noches no son oscuras, los atardeceres son postales para el álbum de las anécdotas, las estrellas me ubican en mi pequeñez y me voy a dormir con el uno a cero en la red de los triunfos. Los pelotazos en contra vendrán, inexorablemente vendrán, pondrán un interrogante en mis victorias que ya las sabe, son parciales.

El email ya fue, aunque para muchos todavía ni es. Me hamaco entre el ser y no ser, vaya revelación. Cuántas panaceas de la felicidad; mientras cruzaba la calle, cuántos descubrimientos del real sentido de la existencia levanté que se fueron como la infancia y el primer amor. Y entre el ser y el no ser, me aposento dónde puedo. Entre cambiar el mundo o dejarlo donde está, mezclo los ingredientes de un plato elaborado, para saciar el hambre, llenarse de aromas combinados y anotarlo como una raya más en la pared de la perpetua.

Me imagino cruzando un desierto. Un desierto tiene origen y tiene fin. Como una calle. No hay que aflojar el tranco, darle para adelante, imaginar horizontes, sacudirse el cansancio y decirse que la otra vendrá cuando tenga que venir. No por nada se inventaron los oasis. Como el gran amor. Como la lotería. Frente a tamaña incertidumbre todo vale, desde un dios hasta un diablo, para seguir con las metáforas facilongas.

Déjenme de romper las bolas. Uno está condenado a vivir en donde le toca. Hace lo que puede y los castillos se derrumban impiadosos. Dejarse llevar por la corriente del río. Simular brazadas creyendo nadar hacia la otra orilla mientras se sueña con alcanzar el podio. Un aplauso merecido. Un reconocimiento. El recuerdo, que es la única huella que dejan nuestros pies sobre la calle. Luego, el olvido.




 

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