Mi abuelo

 MI ABUELO UN DÍA DISPUSO DEJAR DE TRABAJAR. En sus treinta años de trajinar consiguió una fortuna inconmensurable. Yo no soy quién para juzgar los métodos con que mi abuelo logró su patrimonio. Allí están la justicia, el derecho, la moral, que tendrán elementos certeros para dar su veredicto. Lo cierto es que mi abuelo, desde su auto jubilación, decidió acercarse a las bellas artes. Contrató a los mejores maestros en las diferentes áreas y esperó la opinión de cada uno. Quien le dijera, mejor, quien le demostrara que tenía talento para esa área sería su preferido y con él se abocaría a transgredir el apotegma de que lo que naturaleza no da la ciencia no ofrece, o Salamanca si nos tenemos que referir a nuestros ancestros españoles.

Cuenta mi madre que una cola de varios kilómetros se formó, desde la puerta de su casa, de gente de amplia estirpe ofreciendo sus dones creativos en las infinitas vertientes del espíritu humano.

A todos atendió. Uno a uno hizo pasar a su despacho, le ofreció una taza de té y le fijó una entrevista de una hora de acuerdo al orden de llegada. A nadie desairó, de nadie quiso sacar provecho, no se importunó por los ofrecimientos capciosos, soeces, interesados de algunos. Tampoco se dejó guiar por sus instintos, o convicciones, si es que son lo mismo. Ni siquiera rechazó a aquellos que le ofrecían el aprendizaje de artes tenidas como menores, o prohibidas. No evaluó método alguno como mejor o inconveniente. Sí les pidió que trajeran un escrito de al menos dos mil palabras donde relataran una propuesta. De más está decir que el ofrecimiento que les planteó a cada uno, la compensación que obtendrían, superaba largamente cualquier aspiración de mortal alguno en relación de dependencia.

Luego de diez años donde no hubo domingo ni feriados, lluvias o tormentas, pasaron cuarenta y tres mil ochocientos oferentes, guías de las bellas artes, a razón de doce por día. Media vida para el espíritu, la otra mitad para el cuerpo. No interesa decir a qué dedicó mi abuelo las horas corporales. Era de poco dormir y de buen comer y gustaba de dar largos paseos por los bosques aledaños.

Definir la vocación, la inquietud, la aptitud o la actitud de mi abuelo respecto a una rama del arte en particular puede parecer una insensatez.

El procedimiento de elección, a la postre, fue sencillo. El aspirante leía su propuesta, su proyecto. Mi abuelo lo escuchaba, destinaba el tiempo restante de la hora en alguna pregunta, sin mostrar más o menos interés por quien le prometía llegar a la construcción del poema perfecto como a la que lo dotaría de la facultad de leer las cartas del Tarot, como la lectura de un amanecer. El postulante se iba y mi abuelo, con su metódico concepto del orden, depositaba en uno de los armarios, de los tres armarios que hizo construir al efecto, cada cual con cincuenta compartimentos. No lo supe, pero es de suponer que en la trilogía estaría lo bueno, lo regular y lo malo.

Luego de esa década de entrevistas mi abuelo tuvo muchas certezas y más dudas. Es muy poco lo que él ha dejado escrito de su puño y letra. Las habladurías de sus hijos, enemistados entre ellos, no amerita tomar sus opiniones y anécdotas como cosa válida. En lo rescatado de mi abuelo, una caligrafía exquisita, no diría que él se haya impuesto un diario, son solo anotaciones sueltas, tal vez para ordenar el cúmulo de ofrecimientos que fue recibiendo a lo largo de esa década que él la terminó llamando de siembra. Es ahí donde coloca esa frase enigmática: Tengo muchas certezas pero más dudas.

Después se enteraron los herederos que la fortuna del viejo había sido repartida en cuarenta y tres mil ochocientas partes por lo que fue odiado desde entonces y su memoria sepultada en el peor de los oprobios.

Se ensañaron con él, quemaron en el patio de la casa los tres armarios, indiferentes a la valía de cada cual.

Encendieron la hoguera de Alejandría, como tantas veces el ignorante borra de la historia con quemas memorables lo que pone en cara su pequeñez, su insignificancia, que de eso se trata, volver a ser lo que somos, una pieza pequeña, apenas.

En la última carta enviada a su amigo Luis, quien ya había fallecido años atrás, le expresó su desazón, su angustia, el desconsuelo que puede tener alguien que dobla la curva de la existencia, que ha intentado todo y ha vuelto al punto de partida sin una pieza en su red agujereada.

Le transmitía la certeza de que cualquier vida es una inutilidad y que en todos los campos del arte y la belleza ya no hay espacios para una salvación, apenas parecer, imitar, solo un ignorante puede creerse genio o dios.

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