Albañil del tango

EL SÁBADO AL ATARDECER, EDUARDO VA A LA PLAZA A BAILAR TANGOS. Baila bien, se destaca entre los concurrentes por su porte sin rebusques ni figuras llamativas. Es un andar sólido llevando a la mujer con natural conjunción de movimientos. Casi siempre baila con una mujer estilizada, delgada sin ser una modelo descarnada. Es su mujer, armonizan en el baile. Casi no hablan mientras aguardan el próximo tema, pero siempre se los ve serenos, si no satisfechos. Ella no es una mujer bonita, rasgos duros, de amargura pegada en su cara. Se la ve frágil, obediente a su hombre. Con la mirada ausente. Aún cuando te conoce, sabe quién sos, podrás encontrarte de casualidad una noche en el centro de la ciudad y ni te saludará.

Hoy se lo ve a Eduardo llegar solo a la plaza. Sonríe. Ella no habrá venido porque estará enferma o por cualquier razón poderosa para faltar a la cita del sábado en la plaza. Eduardo ayuda con los equipos, saluda a las otras parejas, muchas ya amigas para ir a comer una pizza cuando termina el encuentro, un clásico del sábado por la tarde en la plaza.

No resistirá la pasividad de quedarse con las ganas a la orilla y encontrará una compañera para girar unas cuantas vueltas a la fuente. Aunque no habrá soltura en sus pies. La ocasional compañera no encontrará el ritmo, movimientos entre torpes e inexpertos. Salvo cuando aparezca una de las profesoras, joven de academia y ahí sí, Eduardo se lucirá, se agrandará, y sonreirá satisfecho ante el casi seguro aplauso del resto de las parejas.

Pero no estará en la noche. Apenas suene el último tango, encontrará una buena excusa y se irá.

Eduardo es, cómo definirlo, un fundamentalista. No hay grises en sus posiciones. Lo único gris es su cabellera abundante, con augurio de conservarse íntegra cuando esté dentro del cajón.

No hay términos medios. O se es o no se es. No caben las mediaciones, las excepciones. Los acuerdos. Y aunque salga casi siempre irremediablemente perdidoso en una votación, en una opinión, él no cede a los cantos de sirena y avanza como quijote ante los molinos de viento. Aunque la vida lo cague a patadas a cada momento.

Largo fue el camino para llegar al centro, a codearse con un ambiente diametralmente opuesto al de las obras, a los negros del Alberdi, a los incultos, a los que solo importa voltearse una negra en el baile, acabar en el cabaret o destrozarse en campeonatos relámpagos en el futbol.

Ahora toma café cortado en la confitaría de moda en la mismísima plaza central y deja su celular en la mesa y recoge el diario y lee como ve que leen y actúan esos guachitos del centro.

En el tango demostró que puede llegar alto, pero hay un peso de plomo que lo obliga a volar bajo, que será difícil que alguna vez tome vuelo y deje de ser una apariencia, ocupar un lugar como propio, queda visto a la legua que no pertenece a ese círculo.

Por eso no puede tolerar a ese gordo verdulero que su sola presencia lo irrita. Es que ese gordito chabacano puede cantar la justa y hacer que se le desmorone todo el universo construido.

Pero volvamos a la mina, perdón, a su compañera de baile y durante los últimos años compañera de casa y de días.

Cuando esa noche en esa esquina, la casualidad nos puso frente a frente y luego de un par de preguntas sobre el cómo te va y dónde estás, Eduardo sacó desde el fondo de su billetera una foto suya acribillada de alfileres y ahí el mundo se hizo luz. O mejor, dejó expuesto todo el andamiaje construido, un desplome, una implosión previsible. 





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