Próxima conquista

 



LA VI ESE MEDIODÍA A LA SALIDA DEL COLEGIO y tuve la certeza de que sería mi próxima conquista.

Rubia, treintañera, el uniforme entallado delataba un cuerpo con gracia, apetecible.

Puse en marcha la primera parte del operativo. No fue difícil, habituado a dar con la solución en donde la mayoría hubiera abandonado antes del intento.

La presa estaba ahí. Registré todos los movimientos y conductas del pordiosero. Era mi hombre. Tendría mi edad, entre cuarenta y cincuenta, faltaba un detalle, aunque contaba con que la suerte estaría como siempre de mi lado.

Me desgraciado me miró con las secuelas del alcohol. Abrió la puerta suponiendo que sería uno más que le acercaba un plato de comida o ropa o alguna changa. El olor de la casa casi me hace desistir. Ponderó mi vestimenta, tan diferente a la de los muchos que vi entrar esa semana, otros indigentes necesitados de una noche bajo techo, aunque sea en esa pocilga.

Indefenso, desprevenido, ni vio mi mano aplastando en su cara la gamuza empapada. Quedó tirado en el piso mugriento. Al fin de cuentas, le hago un favor a la sociedad, pensé. Hurgué con paciencia criminal, sabía lo que necesitaba del muerto.

Lo encontré en una caja de zapatos con fotos y papeles: Juan H. Aballay. Resulta increíble que estos zaparrastrosos sean capaces de conservar en buen estado su documento, no su identidad.

Lo arrastré hasta el camastro, lo rocié con vino barato y armé la escena de la muerte natural.

Supe que la ambulancia municipal sacó el cuerpo diez días después por la denuncia de algún vecino del olor nauseabundo y habrá ido al pabellón de los indigentes, sin más trámite que la sepultura.

***

Me llamo Juan Aballay, querida, pero todos me conocen desde niño como Juanchi, escorpiano para más datos. Mirá qué joven bonito era —le dije mostrándole sobre la mesa del café el documento.

Le propuse matrimonio cuando supuse que Juliana me tomaría en serio. Y nos fuimos a vivir a Villa del Sauce, en una casa aislada para la tranquilidad del amor . Ella abandonó su vocación de maestra. También estaba cansada de la ciudad, de los robos, las tensiones. Su madre quedaría al cuidado de su hermana mayor.

Entre las tareas de la casa, el cuidado de la quinta, el televisor y sus novelas, se dejó ir hacia la clausura, para entregarnos al desenfreno de la pasión en las siete benditas noches que me quedaba. Se le ocurrió pedirme que le permitiera la venida de su madre, hermana y sobrino, únicos testigos de la boda simulada, además de Roberto, a quien presente esa tarde, como mi amigo del alma. Con benevolencia, le contesté que ya habría tiempo para las visitas. Que se conformara con hablarles por teléfono.

Mis ocupaciones me detenían tres semanas en la ciudad. Cuando podía me hacía una escapadita a la siesta.

Ella me llamaba cada noche al hotel, a una línea privada instalada en mi oficina, atendida por mi empleado fiel. La llamada me era transferida a casa, sentado a la mesa con mi mujer y mis dos hijas, disimulaba un repentino negocio, una complicación, un exabrupto, alejándome hacia el privado para luego retornar a la cena familiar como dios manda.

Con el tiempo todo se hizo un mecanismo aceitado y no hubo desliz ni tropiezo.

El día que Juliana me contó que la verdulera de la villa preguntó por mi nombre y apellido (¡Qué casualidad! Igual a mi hermano, pobre, murió el año pasado de una borrachera, era medio faltito, pero se las arreglaba sólo. Casualmente tengo que ir a la ciudad para poner en venta la casa. ¿No seremos parientes? la alarma se conectó.

Decidí no correr riesgos.

*** 

Hola, Juanchi ¿a que no sabés quién te llamó hoy?

Alguien de la empresa, seguramente.

No, tu amigo Roberto.

¿Roberto? ¡Cuánto hace que no lo veo! ¿qué te dijo? ¿Qué quiere Robertito?

No, nada en particular, me dijo que te saludara y que nos vendría a visitar ¿qué amable, no?

Roberto se llegó hasta la villa cuando yo estaba en la ciudad. Juliana lamentó mi ausencia pero lo invitó a cenar. Las visitas se hicieron más frecuentes. La simpatía del Roberto la sedujo y tras el champagne de una noche, acabaron por despertar en la cama matrimonial.

Me llegué en una de esas siestas, suspendidas hacia varios meses, y los encontré. Sin escándalos ni violencias tomé algunas de mis pertenencias y retorné a la ciudad, con el orgullo de haber dejado unido a dos criaturas e impaciente por iniciar los pasos de mi próxima conquista.

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