Recomenzar

 



I

El portazo lo estremeció: una bofetada en la nariz, para sangrar con el peor de los llantos: el seco, insoportable. Adiós, una palabra construida con vueltas de llave, con ausencias pasajeras.

La noche detuvo su respiración al aguardo del desenlace. Se hizo cómplice y miró hacia la esquina por donde se fueron las últimas dudas.

El café de la mañana puso en movimiento a Oscar. Un aroma torrado le llegó desde la cocina; le pareció escuchar un golpe en la puerta. Con sigilo miró por la mirilla y le pareció ver una sombra que se movía en la pared. El pasillo frente a los ascensores ya había sido lugar de robos. Ahora con el portero eléctrico, la puerta de ingreso permanece cerrada durante la noche y él como presidente del consorcio terminó con los sustos. Abrió la puerta para encontrarse con la soledad del pasillo. Una congoja lo atravesó al verse en el ridículo de creer que estaría allí, sentada en el piso luego de una noche en vela. Volvió a la habitación. Desde el balcón miró el movimiento de la mañana en la avenida. Desde el séptimo piso poco podía distinguir con claridad. Sacó de la mesa de luz los prismáticos y los enfocó hacia el bar de la esquina. Pudo recorrer las mesas pegadas al ventanal y en la del rincón la vio. Era ella, con su blusa de violetas y el pelo recogido. Acomodó la visión. Vio la taza de café, el cenicero repleto de colillas, un diario sobre la mesa. Escribía. En las páginas de la agenda que él le regaló. Escribía como ausente de ruidos y movimientos. No podía detenerse en sus ojos, tan francos, de cuya lectura conocía su humor o su ánimo. Quedó estático esperando la mirada. Diez, veinte minutos y Rosario continuó sin levantar la vista.

Cuando lo hizo, él ya no estaba en el balcón. Levantó la vista para verlo parado junto a ella. Perdoname. Cerró la agenda, tomó el periódico y se marchó. Salió a la avenida y se confundió con la mañana de viernes. El hombre quiso pagar el café, pero el mozo puso una mano sobre su hombro.


II

Cinco años compartiendo un lugar que nunca sintió suyo, al aguardo de una historia en común, un culebrón tele novelesco del que se sabía protagonista y víctima.

Hubo otras partidas, habituales, mes a mes más previsibles y con idénticos resultados: promesas, perdones, engaños compartidos.

Esta podía ser una más, pero el embarazo cambiaba las cosas.

Volvería a su barrio, descontaba la ayuda de su padre, y haría las paces con Ofelia, su buena compañera. Si de algo había servido la relación con Oscar era por los contactos que le abrirían las puertas como diseñadora de moda. Al lado de él fue aprendiendo hasta animarse con sus propios cortes, valorados por expertos. Sin embargo, callaba a la hora de adjudicarse la autoría; que Oscar los presentara como suyos no le importaba. Era más cómoda así.

Sentía que caminaba sobre algodón. Tenía olvidado el olor de caminar por las mañanas.

Cruzó la avenida y desde una galería espió el desconcierto de él. Volvería a verlo, quizás. Repasó las calles que debería andar para reencontrarse con el 67, su querida línea urbana que unía su barrio con el centro. Quiso hacerlo de memoria, pero a poco andar se desorientó. Obtuvo respuestas esquivas a sus preguntas, poco convincentes. Lo que más le preocupó fue lo de un lustrabotas que le dijo que esa línea hacia dos años ya no andaba. Llegó hasta la calle de la Iglesia Bautista y se orientó hasta la parada. Se atrevió y subió al pescante y preguntó por el coche que va a Villa Margarita. El chofer le dijo que ese la dejaba cerca, en el Boulevard Los Plátanos, pero que no entraba al barrio.

El recorrido la volvía a las construcciones antiguas, a la plaza de los abedules, al cordón florido en la vera del ferrocarril. Treinta minutos con poco tránsito, hasta cuarenta esos días de embotellamientos. Entraba en el Boulevard Los Plátanos cuando reparó en su imprudencia. Desde la pelea con Ofelia no había vuelto a ver a su padre, ni lo había llamado. Volver así, sin previo aviso. Sin embargo, le resultó gracioso, en la sorpresa sabría si la habían perdonado. Fue jugando con las variantes imaginables. Se sentía más madura. Los cinco años con Oscar le habían hecho crecer en su estima. Hablaría con su padre; le propondría irse los tres al centro, pondrían un negocio de alta costura.

En el barrio reconoció su infancia. Pasó por la escuela, frente a su primera casa, cuando aún vivía su madre. Las dos últimas cuadras las caminó en el aire. Apuró el paso hasta correr y llegar agitada hasta la casa. Recobró el aliento y tocó timbre. Era mediodía, una hora excelente para el reencuentro, el almuerzo, una larga sobremesa, la siesta. Pulsó otra vez. Un sonido a hueco la estremeció. Volvió a tocar y agregó con fuerza los nudillos sobre la puerta maltratada. El sonido en eco y silencio. Espió por la cerradura. Una luz al fondo, azulada, verde, el sol golpeando sobre el vitraux de la galería. Recién ahí reparó en la vereda: los yuyos altos en las tazas de los paraísos, las ventanas cerradas con telarañas y tierra, las baldosas rotas y un hilo de agua saliendo desde la llave de paso del pasillo lateral. Miró las casas vecinas, aunque no alcanzó a ver los varios ojos curiosos que seguían la escena. Un último intento, absurdo tras la comprobación del abandono de la casa y volvió hacia el Boulevard Los Plátanos.

¡Rosarito!

La voz pequeña de doña Luisa, casi una madre para ella, la detuvo. El abrazo franco de la anciana y la mirada borrosa por el llanto le anticipaban lo peor: el suicidio del padre con el mismo revolver con el que había dado muerte a Ofelia.

Te buscaron. Fue hace cuatro años, no volviste, pensamos que te habrías ido del país, o muerto, la abogada buscó en todos los registros. Yo sabía que vendrías. Mejor andate, los hijos de Ofelia se quedaron con todo y reclaman más.

Caminó hasta el Boulevard trasportada en culpas. Ahora sí estaba sola, un tajo la había separado de su infancia y de su familia. Volvería por donde vino. Oscar era ya un recuerdo . En la gran ciudad pueden dormir juntos el asesino con su víctima, y el azar puede ponernos frente a frente con nuestros miedos. Quedarse era exponerse a la humillación. Irse era huir, cobarde actitud de la que debería dar cuenta a ese ser que estaba gestando.

Desde el portazo final de la noche a la dolorosa revelación del mediodía.

Era otra. Se sentía otra.

Ya en el boulevard, aguardó el coche hacia el centro. Se rió de sí misma al buscar en los postes de colectivos el querido 67.

Desde la garita vio venir el colectivo. Subió. Al atravesar las últimas calles céntricas creyó que el infierno había quedado atrás. Descendió. Se detuvo frente a una vieja casa: habitaciones disponibles. Tomó la habitación. Tenía hambre. Serían las tres de la tarde. Mientras comía una pasta casera, ojeaba la sección de clasificados del periódico. Satisfecha, comprobó que eran cien las oportunidades que le ofrecía la tarde.

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