Tiempo de libertad y andanzas

 

TRAS VARIAS HORAS EN COLECTIVO POR EL POLVORIENTO CAMINO DE LA CAROLINA, llegamos al campo del tío Juan. Al bordear los Dos Gemelos, desde su lomo vemos el rancho, una legua más acá del caserío del pueblo. El chofer, don Machuca, lanza el sufrido vehículo por la pendiente que llega hasta el arroyo. Una polvareda infernal advierte a bocinazo limpio que llegan los chicos de la Coca para quedarse los tres meses de vacaciones.

Ya en tierra, con los bolsos a rastra, comienza la aventura. La tranquera, flanqueada por dos pinos agónicos está como la última vez: semiabierta, para permitir apenas el paso del sulki o de la camioneta. La pintura y varios travesaños rotos, los herrajes herrumbrados y vencidos, muestran el descuido general.

En el aire recorremos los cien metros que nos separan del rancho. Vamos por la profunda huella horadada por las ruedas del sulki y de la jardinera. Una hilera de plátanos nuevos recorta el sol que a esta hora de la tarde se va poniendo detrás del pueblo, tirándose a espaldas de las últimas estribaciones de la sierra de los Comechingones.

El viento trae el olor del alfalfar, nutriente de las lecheras y del colmenar de Juancito. Sopla fuerte el viento: el molino arquea la cola como un caballo embravecido mientras la rueda gira imparable reverberando el sol en su despedida.

Cuatro hileras de alambre atravesando otras tantas varillas de madera conforman la puerta de entrada al casco del rancho. Se sostiene al poste grueso del perímetro de alambre con un mango de madera atado a una cadena. Da gusto soltar el mango para abrir esa puerta campestre que impide el ingreso de los animales.

Por la vereda de ladrillos se llega a la galería techada: dos grandes aberturas que funcionan como ventanas en la gruesa pared de adobe y un arco central por donde se ingresa. Ya ahí, se respira el aire enmohecido. En el piso de tierra apisonada, una mesa con un par de sillas de paja. Las paredes de adobe pintadas a la cal tienen una franja marrón al aceite que semeja un azulejado. El techo, como el de toda la construcción, es de chapa con jarillas y paja suelta para atemperar los rayos solares. Los tirantes de madera, desprolijos y pintados a la cal, sostienen la estructura. Desde ese territorio luminoso y desprovisto de ornamentos, que mira hacia los cerros, se accede a las demás habitaciones. Hacia la izquierda, la pieza de los muchachos, oscura y atiborrada de arneses, maloliente, apenas aireada por un ventanuco en la pared que da a la herrería. Desde sus tirantes cuelgan los chorizos de la última carneada. Dos camas es el mobiliario. Un ropero de cajones trabados y puertas vencidas guarda las escasas prendas de los muchachos. Sobre una silla descartada un cabo de vela será la iluminación de la noche.

Hacia la derecha, el dormitorio de la Nena, la más chica de los seis hermanos. Un lugar pequeño, con su cama tendida, una cómoda con frascos y adornos, un mínimo ropero de puertas labradas y la mesa de luz, con su carpeta tejida, portarretratos y la lámpara de kerosén. La ventana no es mucho mayor que la de la pieza de los muchachos, pero el ambiente es siempre luminoso. Un espacio limpio que contrasta con el resto de la casa.

Al entrar a la galería, al frente, están la cocina y la pieza de los tíos Juan y Ana. Este dormitorio es sagrado, no se entra ahí. Una cama matrimonial, el ropero y las mesas de luz, con algunos retratos en las paredes. Un cortinado en su ventana lo mantiene siempre oscuro.

La cocina es el corazón del rancho viejo. Fina y larga, territorio de la tía Ana, con su batón a lunares, el rodete en su pelo, los ojos claros de holandesa y el rezongo constante. La mesa de cinco metros de largo con dos bancos del mismo tamaño, uno contra la pared, el otro, al centro de la cocina. Al entrar, a la izquierda, está la radio a batería. A la derecha, la despensa, el lavatorio, una mesada de material y al fondo la cocina a leña eternamente encendida, con sus ollas tiznadas y su pava humeante. Se huele a comida, a guisos carreros, a leche caliente, a mate cocido, a torta frita. Se respira la leña, el humo, la cera quemada, el kerosén, se aspira el olor de la manteca con miel, el pan casero, las verduras descompuestas, la cebolla frita. Se saborea la menta del mate, el poleo, la ruda, la cáscara de naranja, la yerba del pájaro y el café. La tía Ana custodia con severidad ese ámbito. Nada de andar dejando cosas tiradas por ahí. El mantel de hule con flores, gastado, se ve limpio. Debajo de la cocina abunda la leña picada, troncos y ramas de espinillos y chañares, cortados por el filo del hacha por cualquiera de los muchachos. A lo largo de la mesa, dos o tres lámparas de kerosén y colgados de unos ganchos especiales los dos soles de noche que darán vida a la cena. El alcohol, la camisa, el tubo de vidrio, la bomba, el rito de encender el sol de noche, más complicado que las simples lámparas. A estas les basta con levantar el tubo, encender la mecha, recolocar el vidrio y aguardar a que crezca su luz mortecina para hacer menos tenebrosa la oscuridad. Si anda la luna, desde el techo caerán estrellas blancas en el hule de la mesa.

Detrás de la casa quedan las paredes derruidas de la herrería. Dos paredes desparejas sin pared delantera. En el piso crecen palán palán y algún cardo. Al medio, el yunque y la fragua, el carbón mineral que alimenta el fuego y es una maravilla ayudar a Juancito girando la fragua para que crezca el fuego, torne rojas las rejas por las altas temperaturas que luego pasará al yunque y el golpe de martillo renovándoles el filo.

Delante de la galería, en un espacio cercado con maderas y alambres chancheros, una huerta que espera la labranza. No la hay, nadie se encarga de ella. Algunas aromáticas, un laurel, un romero gordo y alguna salvia desparramada. Crecen naturales algunas zanahorias y alguna hortaliza guacha. Como ese zapallo criollo que se arrinconó bajo la sombra de un paraíso.

Más allá del perímetro cercado del rancho han quedado diseminados los arados en desuso, la mancera, la sembradora manual de semillas, un arado de pocas rejas que ya resulta inapropiado. Ahí está la vagoneta, un sulky antiguo, durmiendo su muerte que los yuyos van tapando, refugio de ratones y alimañas.

Al costado del rancho, hacia el sur, hacia el camino, está el galpón con olores de aceites quemados, grasas, semillas podridas y animales muertos. Refugio de gatos, decenas circulan sobre las bolsas de arpillera, las semillas guardadas del año anterior para la siembra, todavía no ha llegado Monsanto a alterar el panorama. Y desde allí el control de las crías de los gatos, una imagen imborrable de una bolsa de arpillera en el aire, tirada con la mano experta y fuerte del Alonso, más allá de la altura del molino, de los pinos, para que en la caída no quedaran crías sobrevivientes.

Hacia el cuadro de la alfalfa, junto al alambrado, la troja que ya casi no se usa. Alguna vez nos sentamos en círculo y aprendimos a desgranar los marlos. Luego serían combustible para la cocina a leña.

Y hacia atrás de la casa, a cincuenta metros, el molino y el tanque con las mojarras y al costado, el bebedero, el corral de las vacas, el corralito de los terneros y el espinillo donde siempre creímos que fue el causal del ojo perdido de Miguel, el segundo de los varones. Más atrás los chanchos, el chiquero y el alfalfar. Y merodeando el rancho, una jauría de perros de razas desconocidas: los negros, algún galgo, dos o tres ratoneros, siempre fieles en acompañar en los arreos o en las salidas a campo traviesa en busca de los arroyos y las palometas.


Ya es de noche, y mañana comenzará el tiempo de libertad y de las andanzas.




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