Samuel

 




Samuel p
ensó en un encuentro casual. Dónde mejor sino acudir a su fiesta, no podría despreciarlo.

El rico comerciante de carnes se plantó frente al espejo y fue vistiendo su ropaje. El alto sombrero con los colores de la bandera nacional y su guarda de estrellas, la camisa blanca, la levita azul; planchó los pliegues del largo pantalón a rayas y calzó las botas tejanas. Enmarañó su larga cabellera, alisando la barba cana de chivato adulto y se vio con su sonrisa gigantesca. Embelesado creyó que no debía mimetizarse como otras veces.

Dios nos acompaña, la fe cristiana nos salva, somos el reservorio de moral, libertad y justicia, se fue diciendo. Ensayó las poses y se supo convincente.

Esta debería ser su última embajada: torcer la cerrazón de esta vieja festejada y extraña y pactar con ella el postrer acto de entrega. A cambio, una entronización, un templo magnífico, capaz de competir con el de San Pedro. En ese papel se sentía pez en el agua. Su habilidad oratoria, su perspicaz mirada para la ganancia no podrían fallar.

Sin embargo, una duda, de sabiduría o cansancio, de arrepentimiento o traición, acosaba su mirada frente al espejo. Pensó en no acudir a la fiesta, pero echaría por tierra la voluntad de llevar a cabo cualquier empresa, con el solo requisito de proponérsela, sin reparar en costos ni consecuencias. Y como nunca, se encomendó a los acontecimientos. obraría por primera vez con el resto de conciencia independiente o sucumbiría a su mandato. Se fue dejando hacer.

Y se internó en el valle de Amaicha una tarde calurosa de febrero, cuando la celebración daba inicio. Sintió pena por esos bárbaros, viendo cómo rendían homenaje a una vieja desdentada, harapienta, incapaz de sostenerse por sus propios medios, balbuceante de incoherencias, en medio de un séquito andrajoso, borracho y triste. Cuando la procesión tomó las callejuelas del pueblo y la anciana era conducida en una carreta tirada por un viejo burro, Samuel, espiando desde unos matorrales, vio a los acompañantes , uno como vestido de guerrero, sin armas, una niña hermosa, con una luna en la panza y un monigote, al que la gente escupía, arrojándole piedras e insultos.

Tuvo un segundo de confusión y creyó que él no estaba ahí, entre los matorrales, sino que iba siendo blanco de todas las blasfemias del mundo. Entendió el mensaje: ya se habían apropiado de su imagen y sería inútil parlamentar.

Se sentó sobre las gramillas. Miraba entre sus largas piernas encogidas la marcha de la procesión. Cada cascote, cada escupitajo, lo recibía sin reacción. A una ficción representada le atormentaba otra ficción, símbolo endemoniado, sin poder intervenir.

Se despojó del sombrero de copa y de las botas puntiagudas. Rasgó el pantalón a rayas azules, blancas y rojas, de un tirón hizo saltar la larga hilera de botones de la camisa y con sus poderosas manos fue deshilachando la levita, hasta quedar casi desnudo. Sus flacas piernas, sostenedoras de un imperio, quedaron al descubierto. Con pedazos de camisa cubrió sus partes y bajó a la calle.

La procesión se detuvo. El canto lastimero de las chayas calló, dejando que hablara el silencio de la tierra. Samuel acusó el enjambre de miradas de asombro y burlas y soportando el dolor de sus pies por las piedras del camino, se fue acercando al carruaje de la vieja. Con una cabriola de pájaro, la niña panza de luna se colgó de su barba haciéndolo golpear su cara en la tierra. Sobrepuesto, avanzó unos pasos y con su largo dedo amenazante llevó las miradas hacia el matorral: lenguas de fuego salían del lugar donde, junto a sus harapos, poco antes habían enterrado la olla de barro con comida caliente, alcohol y cigarros para venerar a la madre tierra.

Extinguido el fuego, se irguió una mujer de siglos, el rostro cursado por el tiempo y las manos de herramientas de labranza. Vestida con un batón de hilo, colorido, y un pañuelo cubriendo sus cabellos, descendió del carruaje.

Sus ojos serenos, amansados de muertes y renacimientos, quedaron puestos sobre la lastimera figura de Samuel. Y así habló:

Yo soy el tiempo y el espacio que cura los dolores y distribuye las estaciones. Tú eres la propiedad, el egoísmo.

Soy la naturaleza, lo fecundo. Tú eres hierro forjado para la muerte. Soy la vida, la tierra que piensa, cíclica y unida al todo. Soy la memoria que no olvida. Tu eres lo fugaz, la lápida que ha querido sepultarnos.

Yo recibo el pan y el aguardiente como ofrendas, me los entregan con las dos manos, con respeto y los devuelvo en venideros bienestares. Tú recibes el botín de guerra de manos ensangrentadas y lo devuelves en miserias y desesperanzas. Has pisoteado los templos sagrados de los pueblos. No esperes comprensión ni veneración, sino odio. Aún desnudo como estás, descubres tus armas traicioneras.

Mi parlamento terminó, Samuel, déjanos continuar con la fiesta, en paz.

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