Adolfo Palma, el tío Adolfo

De los parientes por línea paterna, el Adolfo le saca varios cuerpos al resto de hermanos y descendientes. Adolfo era el hijo que le quedó del matrimonio con Palma a la abuela Catalina. Cuando se casa con Antonio, también viudo y que aporta sus seis hijos, vendrían después cuatro más y todos ellos constituirían la tribu de los Padula en la inolvidable 9 de julio 555.

Un personaje imborrable con sus atributos, virtudes y defectos que entró a nuestra vida en la infancia, que nos siguió marcando durante la adolescencia y ya hacia el final quedaron el reguero de sus acciones hasta su muerte acelerada por un accidente en bicicleta.

Las primeras manifestaciones de su vida nos entraron por los maniquíes, máquinas de coser, telas, carreteles gigantes e hilos que quedaron arrumbados en una de las habitaciones de la casa de la Nona Catalina, en la 9 de julio, después de la pieza del Mando, de otra habitación contigua de huéspedes y más atrás, quizás la última estaba la habitación con todos los enseres de sastre del tío Adolfo. Era sastre, para nuestra imaginación infantil el hombre que confeccionaba trajes, vestidos y no concordaba con el aspecto rudo, campechano del Adolfo. Ahí fue que nos enteramos que se había separado de su mujer, que se había quedado en la casa de ambos a la vuelta por la Sebastián Vera, que tenían una hija que apenas si conocimos y que un día el Adolfo trajo los petates de sastre a la casa materna, es de suponer que la sastrería, el taller lo tendría en su casa de casado, dejó todo y se fue a vivir a las sierras.  Que se hubiera divorciado era un acontecimiento inusual, nunca visto, un adelantado de su tiempo, nos inquietaba, se le ponía una marca a su vida porque nos quedaban sin responder las preguntas del porqué habría tomado esa decisión, o si fue la tía Negra, nunca se supo y de esas cosas en la familia no se habla, o se habla a escondidas, se dicen secretos a medio verdad en los encuentros de los primos donde nos enterábamos de las cosas que los mayores tienen guardadas bajo siete llaves. Allá sabíamos que se había instalado, allá fuimos cuando cumplió cincuenta años y se hizo en su casa de Las Albahacas la Retreta del Desierto, con banda militar y todo, construido un mangrullo, en el Fogón de los Arrieros, así pasó a llamarse ese lugar que para nuestros ojos niños y adolescentes estaba cargado de misterios gauchescos. Claro que el tío Adolfo pasó a vestirse de gaucho, ahí estaba en el centro tradicionalista Martín Fierro como abanderado en su caballo, en su carro, vestido con pulcritud, severo el porte, haciéndose respetar por su sola presencia. Puede haber dos tiempos en nuestras incursiones por el Fogón de los Arrieros. Alguna vez con Oscar, otra vez con Oscar y José Luis, una vez con José Luis. Quedan registradas en la memoria por los diferentes acontecimientos que nos sucedieron ahí y que ya se ve lo significativo que fueron porque uno los recuerda como recién ocurridos. No podríamos distinguir si fue antes, durante o después de la llegada de una china, de una criolla de tierra adentro de las serranías, una jovencita de no más de veinte que el hombretón ya con cincuenta la llevó pal rancho, para que le haga la comida y le dé hijos. Y claro que le dio hijos la criolla, tres mujeres y un varón seguiditos, que uno los tiene en la mente en pañales, gateando, apenas si caminaban mientras nosotros ya de pantalones largos o entrando a la pubertad los veíamos crecer, veíamos las carencias, la oscuridad de las habitaciones, el olor a la leña de la cocina económica, la voz de mando del tío, la obediencia de la mujer y las niñas que apenas sostenían el llanto. Inventaremos un poco, pero las tres chinitas llevan de nombres un homenaje a su padre: Adelfa de los Ríos, Adelfa de las sierras, de los mares, tal vez el varón se llame Adolfo.

Al personaje se lo ve actuando. Veamos. A la mañana, temprano, nos tocó dormir en unas habitaciones que tenía hacia el fondo del patio grande del fogón. Estaba la casa familiar adelante, junto al camino que lleva al Chacay, más atrás el mesón rústico, larguísimo para las comilonas y borracheras, el asador, el horno, la bomba de agua, el mangrullo y más atrás, a la altura de los gallineros o corrales esas dos habitaciones simples, con camas donde nos tocó dormir algunas veces con Oscar y José Luis.  Y eran órdenes marciales. Levantarse, tender la cama, barrer la pieza, lavarse la cara y llegarse a la casa de adelante para desayunar. Un tazón de mate cocido con leche, con pan casero, untado con lo que hubiera y guay de que a alguien se le ocurriera decir que no le gustaba tal o cual cosa. En silencio, y después, levantarse, lavar la taza y esperar la orden del tío, ya sea ir a buscar leña, darle de comer a las gallinas, encerrar los caballos, ir hasta el pueblo en busca de provisiones. No te salía gratis la estadía. Sin embargo, más que por el miedo al tío, era también una manera de afrontar las vacaciones y la vida con tareas que en nuestra casa no las hacíamos o las hacíamos a regañadientes y en Achiras ni por asomo. Después podíamos hacer lo que quisiéramos, salir a cazar palomas, irnos hasta el Baño de los Dioses, el río que corre detrás del campo del tío, ir a pescar o a andar a caballo. Así en el almuerzo, en cada actividad, era participar en lo que Adolfo designara. A la noche salíamos a cazar vizcachas. Ahí iríamos nosotros en la oscuridad, llevando el sol de noche o la linterna, siguiendo los pasos del tío, yendo a buscar las presas luego de los disparos certeros en las vizcacheras, y guay de no hacer silencio, de desobedecer cualquiera de las órdenes del Adolfo. Volvíamos con una bolsa llena, felices, también él contento con nosotros, obedientes como buenos alumnos aplicados. No nos quedaba otra cosa por hacer.

Sabíamos que lo habían nombrado juez de paz en la comuna, sabíamos que un día la china se le escapó a la ciudad llevándose todos los críos, sabemos que el tío vendió el Fogón de los Arrieros, se vino a la ciudad y se habrá jubilado, consiguió alguna casita en los fondos del barrio Alberdi y una tarde fue encarado en la bici en el centro, se accidentó y de ahí no salió, pero apuramos la historia solo como para dejarla consignada en un personaje singular que siempre viene a nuestro ayuda cuando de obedecer o mandar se trata.

Ya grande, sin los hijos ni la mujer, el Fogón de los Arrieros fue perdiendo su esplendor, la hidalguía del Adolfo, su manera de llevarse el mundo por delante, con prepotente voz, con decisión y coraje se fue desvaneciendo, fue perdiendo el hombre su aura de guerrero. Caía de tanto en tanto allá por el 67, con su bolsa arpillera mojada llena de ranas vivas, especialidad de El Patio, y otra vez con los atados de berro fresco, de los arroyos serranos limpios todavía de glifosatos y pesticidas. Seguro que llevaría a otros lugares, iba y venía en un colectivo que por lo que nos contaron era manejado por una mujer, y con el tiempo, hubo que traerlo para la ciudad, como se dijo, porque ya no podía mantenerse en soledad. Sé que mi padre le consiguió una jubilación, le ordenó un poco esa cuestión, pero ya a esa altura  el tío Adolfo era una sombra de aquel que un día decidió romper un matrimonio, tirar los enseres de sastre y armarse de gaucho, vestirse de gaucho, vivir a su usanza y generar en torno una simpatía y respeto no reñido con desprecios por sus desplantes. El gaucho Palma solía encabezar los desfiles en la ciudad, en su carruaje, con su atuendo impecable aun cuando su vida era ya una sombra sin retorno. 

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