Alonso Torres


Cuando lo conocimos tendría dieciocho, diecinueve años, quizás menos. El más chico de los varones Torres, el que estaba más ahí, en el tambo, con la siembra, el arado, el reparto de leche, y, por supuesto, lo teníamos como el hermano mayor, porque nos buscaba para juegos, para hacernos pelear, un muchachote risueño, divertido, inquieto. Nos hacía cómplice de sus andanzas, como el hurto de salamines o llevar a alguno de los caballos a participar de las cuadreras al costado del boliche de doña Paula, organizada por su amigo el Tino. En ese período de pasar las vacaciones íntegras en correrías por las sierras achirenses fue que el Alonso tuvo que hacer el servicio militar, sin rezongos, al contrario, se lo sentía como un honor, con orgullo, ya lo habían pasado los hermanos mayores, con la diferencia que a él le tocó Marina, en Puerto Belgrano y fueron dos años largos durante los cuales algunas veces volvía al pueblo, a la casa y se quedaba unos días contando sus anécdotas en el mar con orgullo de marinero. Después vino el desbande del rancho de Los Dos Gemelos. Una parte al pueblo, otra a la ciudad y el resto a Del Campillo y allá fue a parar Alonso, allá se llevó a su novia de las cercanías del arroyo Achiras y lo perdimos de vista. Supimos con el tiempo que había echado cuerpo, como se decía en la familia, una buena camioneta, un trozo más de campo y no por nada uno de sus hijos entró a ser parte del Ejército y seguramente será hoy un coronel de esa patria fusilada. Un par de veces lo hemos visto al Alonso. Una vez en un colectivo urbano de Río Cuarto, compartir el viaje hasta la plaza y escuchar de su boca las peores afirmaciones del gorila, del antiperonista, en plena época de la década ganada, claro, lo de siempre, el campesino pobre quejándose de los impuestos, de las retenciones, del exceso de lluvia o de la sequía, amargado, sin rumbo, miserable, caminando de rodillas para no gastar la suela de los zapatos, la verdad es que nos quedó una imagen patética de aquel muchacho tan vital, tan juguetón para terminar así, ahora en una casa medio adquirida de mala forma a la hija “ilegitima” del hermano Juan y estar con él un rato nomás para escuchar la amargura, el dolor, la pesadumbre,  el solo afirmar que ya se está viejo, que no se sirve para nada y así se vive, a la espera que le llegue la muerte. Es posible que alguno de sus hijos, el milico, tenga un futuro sin apremios porque el campo, la tierra siempre es beneficiosa para sus dueños. El Alonso muchacho de la infancia devino en este personaje gris, infectado del odio visceral de los que creen ser dueños de la tierra y sus bienes y terminan arrinconados en una vejez sin consuelo. 

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