Daba la impresión de que toda su vida había
vestido así, con ese pantalón gris o marrón sucio de polvos y humos, con ese
pelo grasiento, la camisa arremangada, del color uniforme de la mugre. Caía cada
tanto, una vez por mes, a limpiar la chimenea del asador del Comedor El Patio.
Trepaba con habilidad de gato viejo, con sus instrumentos de deshollinador,
dejaba en condiciones para que el humo saliera en su totalidad hacia los aires
de la ciudad y no quedara en el interior de la cocina y se expandiera por el
salón comedor. Uno ya sabe lo que es entrar a un lugar así donde el humo, o los
olores de la cocina contaminan la ropa de salida de los comensales. No sé
cuánto le pagaría mi padre por ese trabajo. Lo que sí sé es que nosotros, con
mi hermano, juntábamos el vino que sobraba en las copas y lo íbamos guardando
en botellas, cuatro o cinco botellas con corcho que se las ofrendábamos a él
(pensaríamos que todo el vino que se despreciaba en las mesas de los comensales
era patrimonio de Cabanillas) quién, por supuesto, las recibía sin un gesto, ni
una palabra, las metía en su bolsa sucia y partía por el pasillo largo al
costado del restaurante con su andar lento, como el de quien no va a ninguna parte. En esa
edad de adolescentes jóvenes uno apenas si se entera de las cosas, de cómo son,
por eso quedó en la memoria indeleble un día que acompañé a mi padre a la casa
de Cabanillas, que se había tapado la chimenea y era urgente. Fue llegar a la
casa y armar en la cabeza una historia de cómo podría ser que ese hombre alto,
desgarbado, de edad indefinida pudiera vivir en esa casa acorde a su mugre, una
casa mugrienta, con mohos, verdines, plantas alocadas, paredes sombrías, pero
una casa noble, una casa que podríamos considerar una mansión y entonces el
tiempo hizo que uno tratara de encontrarle una respuesta, armar una historia de
su vida de cómo se quedó solo, porque era evidente que vivía solo, ese día nos
atendió él, salió con cara de sueño y le prometió que iría más tarde. Menos mal
que no estaría disponible en ese momento porque hubiera subido con sus bártulos
al vehículo y hasta hoy nos hubiera quedado impregnado en la nariz su aliento
perruno, su espantoso olor, su miserable aspecto. Quizás haya quedado en la
memoria como el primer pordiosero, o ser abandonado, o sucio, nuestra mente
adolescente juvenil incorporaba a ese ser como un prototipo de lo inexplicable,
todavía no surcaban las diferencias de clase, las razones de la pobreza, los
excluidos. Se nota que caló hondo y ahí quedó como un personaje de la vida, que
bien podría convertirse en un personaje para cualquier ficción.
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