Coquín

Un niño grande. Lo conocimos en el campo de Achiras del tío Juan y ahí nos habremos enterado que era hermano de nuestra madre.  A la postre, era nuestro tío. Era lógico: la Coca y el Coquín. Nunca sabremos qué ocurrió con este muchacho, unos años menor a nuestra madre. Dicen que tuvo meningitis y le afectó el entendimiento; dicen que fue una mala práctica de un médico, una inyección mal puesta, dicen que nació así, eso es secreto, eso se oculta, eso no se sabe y de ello no se habla. Lo que sí se sabe es que cuando la nona Rafaela, su madre, enviudó (el abuelo Francisco murió de un infarto, cuentan que en el Andino, en el pescante de su mateo) unos años después se juntó con don Luis (otro personaje que tendrá su historia) y que al Coquín no le gustó para nada, por lo que se fue, dicen que caminando sesenta kilómetros, a campo traviesa hasta Achiras; eso se dice, que muchas veces iba y venía y fue en uno de eso viajes que comió algo en mal estado y se intoxicó y murió.

Conocido por todos, en cualquier rancho o estancia él encontraba albergue o comida; muchos le ayudaban en sus habituales travesías y lo acercaban hasta las sierras.

Su muerte nos golpeó muy fuerte, una de las primeras muertes sentidas, inexplicables al entendimiento de un niño adolescente. Una mañana nos enteramos que lo habían internado de urgencia porque había sufrido una intoxicación. No la soportó, nada se pudo hacer y su cuerpo fue velado en la casa del tío Pepe. Hasta hoy nos ha quedado el olor fortísimo en el velorio, dicen que el cuerpo explotó, o se descompuso de manera rápida, vaya uno a saber, pero así se nos fue el tío Coquín, el hermano mayor, el niño bueno que aun andaría por ahí, ayudando desde su incapacidad general, haciendo algún mandado, traer los terneros al corral, poner los arneses en la jardinera, hachar un tronco, armar con hábiles dedos sus cigarros de tabaco mariposa. Quién más lo hacía renegar era el José Luis, le sacaba las alpargatas y Coquín lo corría por el maizal o sorteando alambrados. Posiblemente nunca se bañó o los muchachos, sus primos, lo habrán baldeado o manguereado, lo cierto es que en la mugre circundante lo suyo pasaría desapercibido.

Coquín apenas si decía palabras, los chininos de la Coca, nosotros; las ocho, sus alpargatas; nuno, un cigarrillo, no hay más palabras, solo el ronronear (buuu…buuu) en su meditación sentado bajo algún árbol mientras nos acompañaba en nuestras excursiones de pesca o caza de palomas. Lo hacíamos renegar, nos corría, nos amenazaba con pegarnos, pero jamás hubo un golpe, nada, ya le iremos agregando condimento a la historia, pero él iba con nosotros, iba con las cañas, no pescaba, no sabría, pero si comía las sardinas, mojarras o palometas con nosotros o se sentaba en la Glorieta Gloria de don José Loser a degustar el picadillo, la criollitas y la naranjada. Ese era nuestro único cuidador en las travesías serranas, sin límites, sin conciencia de peligros. Coquín era el grande, el niño grande que estaba ahí, con sus enojos, sus silencios; escucho aun su murmullo monótono, no sé por qué me suena una armónica en su boca, o tal vez el ensueño me la hace ver, pero no, tocaba una armónica, sonidos comunes, ninguna melodía, una manera de entretenerse, y fumar, también una pipa, o los armados todo esto es de pura invención o se mezclan las cosas. Protegido, amparado, cuidado como un hijo por el tío Juan, que nadie le dijera algo o le hiciera algo que ahí el tío enfurecía. Sin embargo, ya está retratado el personaje, un personaje que se afincó en el alma, en el corazón. Con los años creció en ternura, y quedó ahí como el emblema de la inocencia detenida en el tiempo.

 

 

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