Tendría treinta, cuarenta años cuando iba casi todos los días, antes de la
siesta, a la Parrilla El Patio de la calle Bolívar en busca de los huesitos
para sus perros. Un hombre delgado, endeble, con una sonrisa instalada en su
boca, siempre bien vestido, o pulcro, con su camisa blanca; traía su bolsita de
tela para guardar ahí los huesos que le juntábamos de las famosas tiras de
costillas y marucha de la Parrilla. Infaltable caballero esperaba en la puerta
del pasillo a que le lleváramos el alimento para sus perros. Poco sabíamos de
él, pero lo suficiente como para que se convirtiera en un personaje de leyenda.
Que había estado estudiando medicina en Córdoba y fue tanto el esfuerzo que
tuvo un surmenage y así quedó. Que vivía con unas hermanas en una casa
imponente en el boulevard Roca y lo distintivo era que el señor siempre andaba
en camisa con la corbata puesta, como un oficinista. De ahí su nombre, su
apodo. Lo veíamos irse Bolívar arriba hacia el boulevard, con su paso corto,
paso inquieto y miedoso, con su bolso colgando de la mano, tal vez feliz por
tener el alimento para sus perros. Nos queda en el recuerdo su rostro sereno,
de sonrisa fácil, un hombre menudo, agradecido por esos huesos que, solícitos,
le juntábamos para este hombre tan educado, o mejor, tan prudente que apenas le
habremos escuchado de su boca una y cien veces sus gracias, o su buen día, que
no hubo diálogos extensos ni intromisión a su historia. Quedó así, como quien
se va por un esfuerzo mental y todo lo que en su torno haya existido no pasa
para nosotros de esas búsquedas del alimento para sus perros. Es posible que se
asomara por las vidrieras que daban a la calle anunciando su llegada y alguno
de nosotros saldría con los huesos hasta la calle por el pasillo o él entraría,
a paso de corredor, para que no
esperáramos tanto, agradecido con esa manera
de hacerlo que queda para siempre grabada en el corazón como un modo
inigualable.
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