Claro que no nos encontramos con personajes
fabulosos, de esos que aparecen en las revistas, en los libros legendarios.
Esos que marcan las historias de los pueblos, el prototipo del barrio, el que
todos lo conocen, saben de él alguna anécdota, lo llevan a la dimensión de
ídolo o de villano. Menos él, Don Flores, el mozo de estatura pequeña que
heredamos cuando mis padres adquirieron el mobiliario y enseres del Comedor El
Patio. Desconocemos si fue tomado como
empleado nuevo o se le reconoció su antigüedad, porque lo cierto es que años
después don Flores se jubiló. Continuidad laboral, conocimiento de la
clientela, lo que fuera, desde ese día Don Flores, así, a secas, nunca sobremos
su nombre (¿Manuel?) ni su procedencia (¿Bulnes, La Carlota?), ni su
descendencia, nada, el mozo pequeñito, casi un muñeco de jardín, cabello negro,
bigote acorde, serio, aunque con la picardía a flor de piel, con su paso
cortito y su severidad de higiene. Él llegaba mucho antes de que se abrieran
las puertas al público. Poner los manteles, las copas con su repaso minucioso,
levantada hacia un foco luminoso para un repaso que dejara inmaculado el vidrio;
luego en la mesa con su artístico doblado de la servilleta que hemos heredado y
la infaltable, preciosista, pulcra tarea de afilar los cuchillos. Un delantal
blanco hasta el piso (sería un delantal común pero la estatura del hombre lo
hacía gigante), la piedra de afilar, mojada, todos los cuchillos del comedor,
un repaso minucioso, apenas para que conservaran el filo del cuchillo sólido
(que heredamos y son los habituales de nuestra mesa en Río Cuarto). No hacía
falta una orden, un mandato. Él sabía lo que debía hacer, a su modo, sin que
nadie interfiriera, como tampoco daba una orden o pedía ayuda alguna. Solo
algún aviso nuestro, de mi padre, acerca de preparar alguna mesa especial para
más comensales, o acaso advertir sobre alguna mesa reservada. Los días de
semana se las arreglaba para atender él solo todo el Comedor que tal vez
contaría con cien cubiertos, veinte mesas o más, desde algunas de seis, ocho,
otras redondas de cuatro, hasta las mesas individuales del costado del pasillo,
donde habitualmente se sentaban los clientes diarios como el ingeniero, Bonetto,
el epiléptico y alguno de los comensales mensuales como la familia Bressán.
Rechoncha la cara, de impecable bigote negro, cabellera azabache peinada a la
gomina, no tiene en la memoria una edad definida. Es posible que estuviera
pisando lo cincuenta, quizá más, porque queda la idea de que al fin se jubiló,
que dejó de ir, que fueron otros los mozos que aparecieron en la última etapa
de El Patio. En fines de semana se le sumaba un muchacho, homosexual, de Holmberg,
que quedaba a la orden de Don Flores, él se asignaba las mesas o el sector, de
manera afable, precisa. Pero lo cierto es que Don Flores era el alma mater del
restaurante. Lo estamos viendo con su menudo paso llevando la parrilla repleta
de achuras rumbo a la mesita lateral, con su servilleta en el brazo, no hacía
falta que lo llamaran por alguna falta, muchos eran clientes habituales, gente
de profesiones o comercios, que lo respetaban, seguramente se reirían de él
como cualquiera lo haría con una persona de tan baja estatura, el bulling era
una palabra extraña, pero él se encargaría de tenerlos a todos conformes y lo
sabemos, las propinas que recibía eran siempre suculentas. Decir que alguna vez
tuvimos una queja, una observación sería faltar a la verdad, salvo que ahora me
ponga a delirar con el personaje. Solo sabíamos que vivía en la calle Belgrano,
en una casa humilde, con una hermana, o una sobrina, que por supuesto, era
soltero, que no era oriundo de la ciudad, así que bien podríamos inventarle una
historia.
Cuando pienso en un mozo es él el prototipo, con
los pasos consecutivos de acercamiento a la mesa, la carta del menú, la panera,
el roquefort con manteca y cognac para la entrada, el vino, la soda y el hielo,
servicial y efectivo, metódico y amable. Características que no son comunes de
encontrar en los que improvisan de mozo con solo simular que llevan una
bandeja.
Y
su respuesta ocurrente cuando alguien pronunciaba un Salud luego de su
estornudo: “Salud es lo que me sobra, por eso la tiro”.
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