Personaje distante en el trato, si hasta no se le recuerda la voz, ni
siquiera que nos mirara a los ojos; no se sabe por qué, pero se lo recuerda con
la mirada baja, concentrado, con los gestos mínimos hacia nosotros. Don Luis
Carabante entró a la vida de mi madre cuando se juntó con la abuela Rafaela.
Todavía la abuela sería esa mujer activa, de ojos claros, de cabellera larga,
uno ahora comprende que debe haber sido una adelantada, una distinta, porque
enviudar y juntarse con otro hombre no era decisión de cualquiera.
Lamentablemente cuando la conocimos ya había entrado el Parkinson en su vida,
leve, pero se la veía disminuida. Allí aparece Don Luis, con su bicicleta
negra, pesada, con el canasto delantero, ahí iría a las distribuidoras en busca
de los artículos para su kiosco original, único, inconfundible, el kiosco situado
sobre la avenida frente a la vieja Terminal de Ómnibus, donde ahora se levanta
la Escuela de Artes Líbero Pierini. Un kiosquito casi cuadrado, al lado de la parada
de colectivos, con golosinas, facturas, gaseosas, cigarrillos, y demás artículos
que podrían expenderse desde un negocio así. Cómo sería la concesión, de quién
era el mobiliario, todo eso no se sabe, no se preguntaba, estaba ahí, el kiosco
de don Luis y nosotros pasábamos cuando veníamos del río o de la pileta para
que nos diera unas facturas, alguna golosina, así, sin mediar palabras, como un
compromiso de él para los nietos de su mujer. Después, cuando fuimos a parar
con los bártulos y la chorrera de niños a la quinta de Roldán, los tuvimos de
vecinos. Por los costados de la quinta cruzaban dos caminos de tierra. Del otro
lado de una de esas calles estaba la casa de los cuidadores o de los peones que
pertenecía al mismo Roldán. Sencilla, allí fueron a vivir don Luis con la Nona
Rafaela. Nunca sabremos la razón de esa mudanza. Un tiempo estuvieron ahí, no
me imagino a don Luis yendo en bicicleta desde el Barrio Las Ferias hasta la Avda.
San Martín, tal vez ya lo había dejado y emprendido otra actividad, aunque todo
permanecía en distancia, no recuerdo haber comido un domingo en la casa de
ellos, ni siquiera en la casa de la Leyes Obreras.
Cuando la abuela empeoró y retornó a su casa de Río Cuarto, don Luis todavía
andaba por ahí, es posible que siguiera con el kiosco, nada se sabía, lo cierto
es que cuando murió la abuela don Luis estuvo un tiempo en esa casa y después
se fue, ni sabemos si esa casa era de la abuela o la alquilaba, aunque en la
esquina estaba el jorobado Peruchini, el peluquero del barrio y se le
subalquilaba o al menos esa idea nos ha quedado. Y detrás estaba Cirino, el
Agustín, con la Porota cuando recién iniciaba su oficio de contratista rural,
con los dos críos o tres, de nuestra edad, tenemos la idea de que se le
prestaba el lugar, que recién iniciaba el oficio que, con el tiempo le llevó a
grandes fortunas.
No lo vimos más, así se establecían
esas relaciones que después pudimos saber de la existencia de otros parientes
de don Luis, otros Carabantes,
Sabíamos que en una esquina céntrica ( Sobremonte
y Moreno) estaba un negocio que vendía pasas frutas secas, bebidas, productos
regionales de consumo, pasas de uva, aceitunas y que los dueños eran sobrinos
de don Luis, incluso que uno de los dueños era Carabante, por supuesto que eso
apenas si lo pudimos entrever, porque no se hablaba de ciertas cosas, todo
quedaba en una especie de silencio acordado. Aunque de la vida íntima de don Luis todo se lo
llevó su muerte y es como que no hubiera pasado por nuestras vidas. Sin embargo
para uno fue una figura llamativa, intrigante, nos decía algo, no nos pasaba
desapercibido, porque fuera el novio o la pareja de la abuela tiene que haber
horadado en la cabeza de esos niños que apenas si podían entrever lo que pasaba
más allá de sus casas.
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