Fue mi primer amigo cordobés, y los recuerdos de las vivencias compartidas han acompañado desde siempre porque sin duda fue un acontecimiento excepcional.
Apenas llegado a la Docta, allá en el 69, con mis diecisiete juveniles, nos alojamos en la pensión del Gordo en la Buenos Aires casi esquina Rondeau y luego un poco más allá, en la vereda del frente, en la pensión de Peregrino más cerca de los Capuchinos.
A la vuelta por la Rondeau había una despensita atendida por una mujer si no esmirriada, como sufrida, con una hija o hijo pequeño y otro de quince, dieciséis, el Eduardo, que solía estar ahí. Del marido apenas si supimos de su existencia.
Algunas de las compras frugales de estudiante universitario recién llegado (la yerba, el café, los criollitos de la mañana, algún jabón), lo comprábamos en ese almacén pequeño de la madre de Eduardo, a metros de la esquina hacia la Plaza del Oso, por la vereda del frente.
Con Eduardo pegamos onda casi de inmediato. El pibe inquieto, un rubio lacio, cordobés hasta el tuétano con el que conocí el barrio.
Es posible que juntos entramos al Ateneo Juventus de la Iglesia de los Capuchinos, e incursionamos por algunas inquietudes que iban surgiendo. Una de ellas era las artes de la magia, y el intento de anotarse en el Magic Club. Otras fueron sesiones de espiritismo, adentrarse en la telequinesia, la precognición, la telepatía, todo eso nos fue uniendo y, paralelo a mis estudios universitarios, con Eduardo curtíamos esas búsquedas, con mucho entusiasmo, yendo y viniendo para ahondar en el tema, compartiendo y desentrañando los sueños, los supuestos fenómenos paranormales que nos ocurrían, o que incentivábamos sin recurrir a alucinógenos, alcoholes o raros experimentos.
Con él trepamos paredones de la casa vecina de la pensión de Pelegrino y desde la azotea nos metimos en un patio interior para el rescate de libros y folletos abandonados en la sede de los Rosacruces, o Veracruces. Ahí estaban esos tesoros ocultos, y desde ahí el alimento de las cuestiones extrasensoriales, de la provocación de efectos sobrenaturales, todo ello rondaba entre nuestras inquietudes juveniles. Las exaltábamos, sumábamos hechos, anécdotas que reforzaban nuestras convicciones extrasensoriales, incluso construyendo proyectos de ir a lugares emblemáticos para sentir los influjos de esas fuerzas sobrenaturales que nos atravesaban y de las cuales nos sentíamos unos escogidos.
Por supuesto que no faltaban los escarceos amorosos, enamoramiento de chicas que cruzábamos en esos intentos de magia y misterio.
y cómo una de ellas cuarenta años después lo recordaba, quería saber de su vida y no supe decir más nada.
Quedó nítido en la memoria la vez que acompañamos a dos o tres estudiantes secundarias del último año que necesitaban un cangrejo para su clase de zoología y las llevamos hasta uno de los mercados centrales y conseguimos el famoso cangrejo mientras una morocha muy linda flirteaba con el Eduardo, lindos los dos, y el resto hacíamos de comparsa. Digo esto porque ese encuentro fue fugaz, no siguió su curso y habremos pasado a otras cuestiones, ya entrado el Cordobazo en nuestras vidas.
Hace unos años, cinco, diez, en un encuentro casual en el negocio del Marquitos estaba la chica del cangrejo. Sabía de su militancia, como no, cuando volvimos a Córdoba en el intento de continuar la pareja, la encontré como la esposa de otro amigo, que tenían hijos, no sé si se exiliaron, si sobrevivieron ocultos, todo eso no importa. lo que sí sé que esa mujer estaba de paso por Córdoba cuando la volví a ver en lo de Marquitos y me preguntó por mi amigo rubio de aquel entonces, cuarenta años después. No supe contestarle, no recordé quién era, pensé en otro, en Sergio. Tiempo después se me hizo la luz, pero ya no era la ocasión, quedará para algún encuentro fortuito hacerle saber a Ana que el rubio con quien flirteaba es un anticuario alejado de los aires transformadores de los jóvenes setentistas.
Nuestra ida a la casa de estudiantes en la Vélez Sarsfield y el inicio de otras relaciones habrá contribuido a dejar las búsquedas del más allá y encuentros de otro tipo para poner los pies en la tierra, lo que se vendría en nuestras vidas. Después habrán sido encuentros esporádicos, casuales, producto de las opciones de vida elegidos, aunque queda la impresión de que antes de la cárcel estuvimos con él y supimos de sus inicios con los muebles y antigüedades.
Vino el tiempo de retorno a la docta, reencuentro tras los años de dolor, ya con un Eduardo montado en un emprendimiento de antigüedades en un lugar emblemático, casi metido en los túneles de los orígenes de las comunidades religiosas, al costado del teatro Rivera Indarte sobre la calle Duarte Quirós, pegado o a metros del que fue nuestro Bar Montecarlo. Ahí, abriendo sótanos y levantando una construcción rara estaba el Eduardo con su trabajo.
Apenas si hablamos del tiempo transcurrido, de su madre ya fallecida. Habló de su hija, de su separación, apenas.
Fue sorprendente verlo con tantos objetos de valor, con su trabajo personal de restaurador, ya con un estado económico de solvencia. Y nos queda la impresión de alguien que oculta cosas, que hay una barrera infranqueable, como que no estuviera dispuesto a mostrar plenamente lo que vive, siente o piensa.
Luego fue a Río Cuarto y colaboré con él para hacer una exposición y los contactos se fueron dando cada vez que iba a la docta.
Con Mirta, una noche dormimos en su casa. Nos la ofreció con gentileza, sobre los altos de la casa de antigüedades. Supimos de su afición por el tango, su enseñanza del baile, su academia, supimos de hijos y separación de la madre, siempre en intriga, en distancia, como si no se pudiera entrar en su pensamiento, como si llevara algo encima de dolor, tristeza, como si ocultara algo fuerte en su vida. Alguna vez en una de esas llegadas a Córdoba me pidió que lo acompañara a un barrio, a ver un mueble o algo similar. Cerró el negocio, lo que decía de su trabajo individual, solitario, que lo vi trabajar con ácidos, con líquidos, con sopletes, detrás, en uno de los huecos de túneles antiguos de la manzana, que, uno no sabe, cómo es que pudo adquirirlo, porque sabíamos que ese lugar era de él, y no imaginábamos el costo altísimo o vaya uno a saber que jugarreta ocurrió. Digo que fuimos al barrio en un auto de primera marca, novísimo, manejaba con displicencia, sin duda acostumbrado a otras lides y en la conversación distendida fui comprendiendo que el tiempo había forjado una distancia, salvo que fue mi primer amigo de la docta, que no era poco.
Ya en las últimas visitas a la ciudad vimos el negocio cerrado, o había cambiado o estaba como abandonado, lo buscamos por Facebook, está ahí, hubo un par de mensajes que le mandamos sin respuesta, lo que no quiere decir que desistiremos, porque en algún lado seguro que al menos nos daremos un saludo y nos acordaremos de lo vivido hace cincuenta y pico de años, una relación intensa que dejó su marca indeleble.
Vaya uno a saber qué es de la vida del Eduardo, el rubio de andar saltarín con quien nos entreveramos jóvenes en el arte de la magia y los fenómenos extrasensoriales que no tuvo mucho porvenir pues la vida nos llevó hacia otros andurriales.
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