El Imperial

 

El Imperial tuvo su tiempo de gloria. A pesar de estar alejado del casco céntrico, el bodegón fue frecuentado por las personalidades más notables de la ciudad y la zona. La cercanía al Hospital Central, la fama que adquirieron sus memorables bifes de chorizo con ensalada de berro, los platos caseros que preparaba doña Coca, la viuda de un cocinero que murió en su propia salsa y las veladas musicales, solistas, guitarreros, humoristas, hasta actuaciones del consagrado actor de la ciudad convirtieron a El Imperial en el punto obligado de encuentro para la buena comida y el espectáculo. Muerta doña Coca quedó a cargo el japonés, que le había tirado los galgos a la viuda y ella lo aceptó con distancia, aunque poco a poco el japonés de fue adueñando de la parada. Al final la Coca legó la casa, el negocio y todo lo plantado. No quedaron hijos, de un lado y del otro, solo esa aura imborrable de una fama antigua, imborrable en los memoriosos de la buena comida y las noches de espectáculos al alcance de la moda. No era asiático el japo, no. Apenas ojos rasgados, quizás algún gen modificó su ADN. Pero el alma mater, el sostén de la tradición y el buen nombre de El Imperial se debió a José Flores, un mozo de pequeña estatura con un sentido del humor, un don de gente, una capacidad histriónica que podía disimular cualquier falla en el servicio con un gesto de picardía e ingenio. Los ventanales que dan a la calle, cristales templados, impecables con cortinas de lienzos artísticos, las sillas vienesas, un mobiliario antiguo, aunque lustroso y en perfecto estado de conservación. El parqué del salón intimidaba por su brillo y perfección. Claro, los años, las décadas pisaron sobre él y hoy, a la hora de esta historia del muchacho con su padre borracho ya son tablas gastadas, percudidas, con tajos y arreglos de chastrines, las sillas ahuecadas y flojas, el paño de la mesa gastado de quemaduras y dibujos de corazones destrozados. En los rincones se delatan los roedores, además de las trampas que, por olvido, no retira el japo antes de abrir las puertas del boliche.

Aun cuelga la lámpara de caireles, diez bombitas de luz fulguraban en las noches de gloria. Si despertara su dueña lloraría como lloran los dos o tres focos enclenques que dan una luminosidad turbia al salón. La heladera fiambrera que habría sido una adelantada en su época luce detrás del mostrador, apagada, con dos o tres puertas vencidas, pues la bebida y fiambres caben en una vieja heladera Longvie cuya carcaza ha sufrido la carcoma del óxido. Ya tampoco está don Flores. El muchacho que asiste al japones, el Héctor, es un joven fornido, siempre bien peinado que se entretiene en los momentos vacíos con juegos clandestinos, apuestas, además de ser un informante puntual de la policía o abogado carroñero. Etitor, le dice el borracho. Le gusta al muchacho, porque ha contado que tiene un parecido asombroso, con su padre, muerto cuando él apenas era un purrete, atropellado por un colectivo cuando borracho quedó tirado en la calle. Durante la mañana algún viajante, un jubilado, una pareja furtiva son los únicos clientes. Hasta hace unos años, el japo se las ingenió para servir un plato del día, un menú económico, menú ejecutivo se ufanaba el tipo, pero la pandemia terminó con sus ínfulas y ahora cierra al mediodía y recién abre el salón a las ocho de la noche, para sus habitués, jugadores de truco, bebedores de cerveza y vino malo, citas peligrosas y negocios turbios. Dos ventiladores de techo, a paleta, airean el aire turbio, espeso, que, aunque está prohibido fumar, ya borrachos o exaltados en el juego humean y no hay manera de evitarlo. Mejor no hablar de los sanitarios. Menos mal que el japo tiene algo de dignidad y ofrece su baño particular, el de la casa, por si a alguna dama se le ocurre cambiar las aguas o ir al tocador. Otra cosa es en invierno. Las vidrieras empañadas del frente delatan el tufo caliente que reina en el interior. Unas estufas salamandras que los propios parroquianos alimentan ofrecen un lugar de cobijo para indigentes o solitarios. De más está decir que esas noches crueles el Japo tiene que echar mano a cualquier método para que a las doce de la noche se vayan los demorados. Hay peleas, pedidos que los deje dormir ahí, pero el japo es implacable y más de una vez llama al patrullero y cada cual sale cantado bajito hacia su sufrimiento. En las épocas de gloria, la Coca hacía extender mesas en la vereda alta, cuatro, cinco que eran las primeras en ocuparse cuando el aire primaveral o cálido veraniego invitaba a pasar a noche afuera mientras se escuchaban los acordes de una guitarra o las risas de los comensales ante las ocurrencias del cómico de turno.

Rémoras de su pasado glorioso dan muestra los cuadros que aun se conservan en sus paredes. Un par de figuras abstractas, o naturalistas se entremezclan con figuras humanas de renombre. En un lugar destacado está Gardel. Confrontando con su sonrisa, una Piaf estremece. Una foto de Fangio junto a Nicolino. Una noche, el padre borracho tuvo un acto irreflexivo, entró a corear el nombre de Nicolino y no tuvo mejor idea que ir y descolgar el cuadro. Los que estuvieron ahí cuentan que el color amarillo sepia, pintura original de las paredes de El Imperial, contrastaba con el horrible marrón del tiempo, el humo y la mugre de los años que harán que esas paredes ni siquiera tienen una mano de escobillón, de trapo húmedo, una plumereada, nada.

Por eso cuando el pibe sacó las fotos desde la vereda, el Héctor se sobresaltó, pensó en algún procedimiento policial, alguna razzia, como las que habían ocurrido años atrás, con muerto y todo. Al verlo entrar se compadeció con el pibe, por el semejante padre que le había tocado en suerte.

El abandono del hospital trajo como coletazo la debacle de El Imperial. Los plátanos que la Coca mandó a plantar en la vereda se desbandaron, sus gruesas raíces rompieron la vereda de baldosas rojas y ya nadie la transita con normalidad. Para entrar hay que trepar por tres escalones de cemento que dejan al desnudo parte de sus ladrillos. La puerta no cierra ni abre con fluidez, se hincha con la humedad y chirria en verano. Alguna vez fue la puerta de entrada a la fiesta, convidaba al buen manjar, un espectáculo gastronómico y de ojos y de oídos, era estar ahí para lucirse y codearse con la crema y nata de la ciudad.

Vientos cruzados pueden dar con tierra con las efigies monumentales, cómo no va caer en desgracia un local que se sostuvo con la buena voluntad y un entorno favorable. Hoy nuestro boliche transita sus días finales. Hay un cartel renovado al frente: se vende este local, con todo el mobiliario, y su llave de negocio.

En la mesa de uno de los ventanales las botellas vacías, las barajas sucias, marcadas, el aire triste en los ojos ya borrachos de los hombres anuncia el final de una noche más. Ya Héctor levanta las sillas sobre las mesas, el Japo apura el cierre. Le niega un nuevo trago: Hora de cierre, repite, mientras apaga las luces de la lámpara central, le dice a Héctor que se vaya, que él se encarga del resto. Los hombres, de mala gana, se levantan, hay un insulto por lo bajo, salen a la noche y la oscuridad termina de llevarse la historia de El Imperial.

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