Aun cuelga la lámpara de caireles, diez bombitas de luz
fulguraban en las noches de gloria. Si despertara su dueña lloraría como lloran
los dos o tres focos enclenques que dan una luminosidad turbia al salón. La
heladera fiambrera que habría sido una adelantada en su época luce detrás del
mostrador, apagada, con dos o tres puertas vencidas, pues la bebida y fiambres
caben en una vieja heladera Longvie cuya carcaza ha sufrido la carcoma del
óxido. Ya tampoco está don Flores. El muchacho que asiste al japones, el
Héctor, es un joven fornido, siempre bien peinado que se entretiene en los
momentos vacíos con juegos clandestinos, apuestas, además de ser un informante
puntual de la policía o abogado carroñero. Etitor, le dice el borracho. Le
gusta al muchacho, porque ha contado que tiene un parecido asombroso, con su
padre, muerto cuando él apenas era un purrete, atropellado por un colectivo
cuando borracho quedó tirado en la calle. Durante la mañana algún viajante, un
jubilado, una pareja furtiva son los únicos clientes. Hasta hace unos años, el
japo se las ingenió para servir un plato del día, un menú económico, menú
ejecutivo se ufanaba el tipo, pero la pandemia terminó con sus ínfulas y ahora
cierra al mediodía y recién abre el salón a las ocho de la noche, para sus
habitués, jugadores de truco, bebedores de cerveza y vino malo, citas
peligrosas y negocios turbios. Dos ventiladores de techo, a paleta, airean el
aire turbio, espeso, que, aunque está prohibido fumar, ya borrachos o exaltados
en el juego humean y no hay manera de evitarlo. Mejor no hablar de los
sanitarios. Menos mal que el japo tiene algo de dignidad y ofrece su baño
particular, el de la casa, por si a alguna dama se le ocurre cambiar las aguas
o ir al tocador. Otra cosa es en invierno. Las vidrieras empañadas del frente
delatan el tufo caliente que reina en el interior. Unas estufas salamandras que
los propios parroquianos alimentan ofrecen un lugar de cobijo para indigentes o
solitarios. De más está decir que esas noches crueles el Japo tiene que echar
mano a cualquier método para que a las doce de la noche se vayan los demorados.
Hay peleas, pedidos que los deje dormir ahí, pero el japo es implacable y más
de una vez llama al patrullero y cada cual sale cantado bajito hacia su
sufrimiento. En las épocas de gloria, la Coca hacía extender mesas en la vereda
alta, cuatro, cinco que eran las primeras en ocuparse cuando el aire primaveral
o cálido veraniego invitaba a pasar a noche afuera mientras se escuchaban los
acordes de una guitarra o las risas de los comensales ante las ocurrencias del
cómico de turno.
Rémoras de su pasado glorioso dan muestra los cuadros que
aun se conservan en sus paredes. Un par de figuras abstractas, o naturalistas
se entremezclan con figuras humanas de renombre. En un lugar destacado está
Gardel. Confrontando con su sonrisa, una Piaf estremece. Una foto de Fangio
junto a Nicolino. Una noche, el padre borracho tuvo un acto irreflexivo, entró
a corear el nombre de Nicolino y no tuvo mejor idea que ir y descolgar el
cuadro. Los que estuvieron ahí cuentan que el color amarillo sepia, pintura
original de las paredes de El Imperial, contrastaba con el horrible marrón del
tiempo, el humo y la mugre de los años que harán que esas paredes ni siquiera
tienen una mano de escobillón, de trapo húmedo, una plumereada, nada.
Por eso cuando el pibe sacó las fotos desde la vereda, el
Héctor se sobresaltó, pensó en algún procedimiento policial, alguna razzia,
como las que habían ocurrido años atrás, con muerto y todo. Al verlo entrar se
compadeció con el pibe, por el semejante padre que le había tocado en suerte.
El abandono del hospital trajo como coletazo la debacle
de El Imperial. Los plátanos que la Coca mandó a plantar en la vereda se
desbandaron, sus gruesas raíces rompieron la vereda de baldosas rojas y ya
nadie la transita con normalidad. Para entrar hay que trepar por tres escalones
de cemento que dejan al desnudo parte de sus ladrillos. La puerta no cierra ni
abre con fluidez, se hincha con la humedad y chirria en verano. Alguna vez fue
la puerta de entrada a la fiesta, convidaba al buen manjar, un espectáculo
gastronómico y de ojos y de oídos, era estar ahí para lucirse y codearse con la
crema y nata de la ciudad.
Vientos cruzados pueden dar con tierra con las efigies
monumentales, cómo no va caer en desgracia un local que se sostuvo con la buena
voluntad y un entorno favorable. Hoy nuestro boliche transita sus días finales.
Hay un cartel renovado al frente: se vende este local, con todo el mobiliario,
y su llave de negocio.
En la mesa de uno de los ventanales las botellas vacías,
las barajas sucias, marcadas, el aire triste en los ojos ya borrachos de los
hombres anuncia el final de una noche más. Ya Héctor levanta las sillas sobre
las mesas, el Japo apura el cierre. Le niega un nuevo trago: Hora de cierre,
repite, mientras apaga las luces de la lámpara central, le dice a Héctor que se
vaya, que él se encarga del resto. Los hombres, de mala gana, se levantan, hay
un insulto por lo bajo, salen a la noche y la oscuridad termina de llevarse la
historia de El Imperial.
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