El Sapo Guzmán

Porque es de esos tipos que nos dejan huellas por su trato afable, por sus ocurrencias, por esa picardía, vivacidad, doble vara, o triple, medio escorpios en su instinto de sacar una tajada como sea, pero por encima de los males del mundo, el sabedor de las cosas de todos, el que ya resolvió hasta la cuadratura del círculo. Fanfarrón, agrandado, escurridizo a la hora de las verdades, o de las evidencias que lo dejarían mal parado. Otro mozo, de impecable saco blanco, moño, abdomen no prominente, pero si característico de los gorditos lustrosos, peinadas a la gomina sus crines negras.

Como ocurre en estos casos, su sonrisa no era perfecta porque la ausencia de una pieza delantera le dejaba un hueco por donde se filtraba la pobreza.

Sí hubo un compinche mientras duró el empleo en ese bar de la vieja terminal fue el Sapo. Fue a quien más le interesaba mi historia reciente, él quería saber, conocer, se solidarizaba conmigo, insultaba conmigo, lo que no implicaba que, si podía pasarme en la caja, delante de mis ojos, una bandeja de gaseosas o café con leche no repararía en palabras. Cuántas veces lo vi llevar disimilada una botella de gaseosa debajo de la bandeja y no estábamos para ser botón de nadie, aunque era mi responsabilidad. Solo le advertía después que lo había visto y un gesto de él de que no podía con su genio.

Ya murió el Sapo, no sé por qué tienen que morir más jóvenes estos personajes, como si necesitaran quedarse ahí en la integridad física en la plenitud de su oficio, no como alguien que muere de viejo.

Siempre al Sapo lo tendremos desde el olor, esa era nuestra contraseña desde lejos. Bastaba vernos, a cincuenta metros para que los dos lleváramos los dedos a la nariz, tapándonos los orificios de supuestos efluvios o inmundicias. Ya más cerca, antes del abrazo, el vozarrón del Sapo diciendo a quien quisiera escuchar: ¡El oloooor! y la risa cómplice, el pacto de amistad que esa palabra encerraba.

Vino así. En esas noches largas del turno de las ocho de la noche a las cuatro de la mañana, ya a medianoche el flujo de colectivos menguaba considerablemente y solo quedaban parroquianos con su ginebra, boleteros, o parejitas furtivas, venían las charlas, café de por medio, cada uno de un lado del mostrador, o a veces me cruzaba y nos sentábamos a una mesa para comodidad. En una de esas charlas es que le digo que yo a los milicos, a la policía los saco por el olor. Se rio tanto este cristiano, le causó tanta gracia que desde ese día esa fue la contraseña de nuestro encuentro.

Pasaron muchos años de ello, quizás cinco, diez años y tengo nítido el reencuentro en el viejo bar de la terminal que ya no está, ya estaba a punto de dejar de funcionar, y entré al bar por la puerta central, estaba el Sapo apoyado en el mostrador, mirando hacia el salón y fue un solo grito: El oloooor. Todo el mundo giró la cabeza, nos buscó a los dos y vaya uno a saber qué pensaron, qué imaginaron acerca de esa expresión. Sabés, Sapo, que te tengo en el mejor de los recuerdos.

 

Hincha de Boca, y de Estudiantes, eran constantes las chanzas y disputas, y sentía que se ponía contento cuando nos tocaba compartir el turno. Más de una noche, gracias a sus múltiples contactos de toda índole, llegaba un peludo de regalo. A eso de la madrugada, en el patio de atrás, de depósito y residuos se encendía un mechero de gas y en una olla gigante de aluminio se cocía el peludo limpio, destripado, con verduras; un par de horas y era el festín de esa carne oscura cubierta de una grasa amarilla dura y gruesa. Allí nos reuníamos el cafetero, el muchacho de las copas, algún boletero, siempre caía algún invitado, y era con vino o cerveza en esas horas muertas de una terminal de ómnibus que en invierno se hacían largas, muy largas, en los turnos después de medianoche, hasta las cuatro de la mañana que venía el recambio. Sabíamos de un hijo, de una hija, sabíamos de alguna novia furtiva, pero aun resuena esa risa franca, estertores campantes, por cualquier cosa, todo era gracia, no había tristeza, todo era tomado a la chacota. Claro que me veo contándole el tema del olor. Vos sabés, Sapo, que tantos años en la cárcel a estos tipos, a la cana, a los milicos los detecto antes de escucharlos hablar, los saco por el olor. Vos no sabés lo que es el olor de un milico, es inconfundible, no me hace falta verle los gestos, su manera de andar, ni escuchar su voz, los olfateo, el olor los delata. Cómo te reíste, Sapo, que manera de festejar lo que para vos era una ocurrencia, y cuando te dije que no era joda, que era en serio y que se lo demostraría en cualquier momento, apenas entrara un cana de civil al bar, un milico. Aceptó la apuesta, no sé si alguna vez se lo demostré en serio, pero el olor, de los seres represivos tiene entidad, no es broma, más allá de las chanzas jocosas del Sapo para testimoniar nuestra amistad. En la foto está con el Flaco Vicario, también se nos fue hace unos meses, quién me reemplazó en la Caja cuando dejé Río Cuarto.
 

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