El Tío MANDO

El hermano menor de mi padre, el soltero, aunque tuvo sus mujeres, dejó una ristra de hijos de la que nadie puede ponerle un número definitivo. Pueden cinco, seis, quién lo sabe. Los primeros encuentros con el Mando fueron en la casona de la 9 de julio. Justo al lado de la puerta de entrada el Mando tenía su taller de bobinados. Quién no fue alguna vez a llevar alguna bobina quemada, tal vez era el único o por lo menos su fama trascendía las fronteras de la ciudad. En esa habitación con olor a cables quemados, con soldadoras de mano, rollos de cables de cobre, delantal de mecánico gris de grasas y quemadura, allí estaba el Mando, siempre afable, ya con su calvicie incipiente si es que no fue pelado desde joven. Allí trabajaba el enfermero Lucero, a quien acudí en la Asistencia Pública para que me extirpara los testes con nitrato de plata; intento fallido. También trabajó el primo Héctor, jovencito, antes de entrar a los bancos. El tema es que sabíamos que el tío era soltero.

Saliendo del taller, hacia el interior de la casa, en un rincón del living estaba la cama de él, siempre bien tendida; la Nona Catalina le tenía la habitación inmejorable. No lo veíamos ahí, posiblemente dormía cuando dejaba la casa de alguna de sus amantes, a las que no hacía conocer, a las que nunca trajo, ni llevó a las fiestas navideñas o de aniversarios. Siempre solo, aunque todos sabían, cómplices, que no era un soltero refugiado en su soledad sino más bien un tipo de la noche, de los bares, de las bochas, de los asados, de los locros. No era lo que se dice un soltero codiciado, pero sí era perseguido por sus mujeres, por el mantenimiento de sus hijos, sobre lo que nada podemos decir porque nada tenemos de primera mano que nos hable de su actitud. Solo nos queda en el recuerdo la vez que ganó un Fiat 600 en la Rifa de la Fiesta nacional del trigo de Leones, también denotaba su inclinación al juego, al azar, y que lo puso a nombre de mi padre para que nadie se lo reclamara. Se ve que tenía sus testaferros y sus cuentas ocultas.

Famosos se hicieron los locros del Mando Padula. En toda fiesta comunal, en la sociedad Rural, en los clubes de barrio, se lo convocaba al locrero más famoso, Lo hemos visto revolviendo con un largo cucharón el locro que se cocinaba en gigantescas ollas de aluminio, muchas de ellas solicitadas solidariamente para la ocasión al Batallón de Arsenales de Holmberg. Lo que nadie sabía era que la fórmula de ese locro incomparable se la dio mi padre que, a diferencia del histrionismo del Mando siempre fue reservado, un paso atrás de la fama. Ese locro tiene un secreto que lo hace distinto a todos. Sabemos cual es ese secreto, pero no es acá el lugar para revelarlo ni sé si alguna vez lo publicaremos, que quede como un secreto inviolable de los Padula.

El tiempo es inexorable, la casa de la familia fue vendida, ya el Mando perdió su lugar histórico de trabajo, lo vimos emigrar a un barrio, a vivir en la casa de una de sus mujeres, ahí armaba sus herramientas, también avanzó y se juntó con la Mery, hermana de un cuñado, esposa de un hombre que mató y fue el alboroto familiar, también duró poco esa relación y ya al final, enfermo, con las enfermedades de la vejez y de los excesos de comidas y bebidas, fue declinando, asistido por su hija mayor, la única con la que en la práctica hemos tenido una relación de primos, porque es notable cómo en el ideario familiar toda la descendencia del Mando no entraba en los estantes de la familia. Así se vivía y es eso lo que distingue al Mando de un tío cualquiera, es alguien que puso en tela de juicio las relaciones familiares normales, lo que no implica un salto superador, sino apenas una trasgresión que en esa época era significativa. Se fue, nos hubiera gustado llevarnos una historia más detallada, pero ya se sabe cómo nos lleva la vida, cómo nos encerramos en nuestro entorno y apenas si podemos sacar la cabeza para mirar un poco más allá de los paredones de nuestra existencia.

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