Personaje querible si los hay. Fue, quizás, una de las primeras muertes que
lamenté, siempre que lo recuerdo lo echo de menos porque al fin y al cabo no
era tan viejo como para morir, apenas habría llegado a los cuarenta, cincuenta años,
quién lo sabe, con ese cuerpo gastado de tanto esfuerzo a lo bruto, ese cuerpo
de boca sin dientes, de manos rudas, de sonrisa fácil, con esa tonada
inconfundible de los nativos de Buenos Aires, ese aporteñado que te habla con
cierta distancia, como si estuviera por encima de las tonadas provinciales.
Cómo llegó a Río Cuarto, es posible que nunca lo hayamos sabido. Petizo sin
ser chiquito, morrudo, inquieto, es posible que haya venido huyendo de algo,
sí, hay como un silencio sobre su pasado, y apenas si se sabía de la existencia
de un hijo que nunca vimos. Entró a nuestra vida en el comedor El Patio como
alguien que iba a hacer la limpieza, el trabajo más bruto, vaya uno a saber de
dónde lo sacó mi padre; le dio conchabo, el Jorge iba todos los días, hasta que
se convirtió en ayudante de la parrilla, posiblemente lavaplatos y ya se
instaló en la familia. De todos los trabajos sobre escombros, yuyos y limpieza
era el Jorge el encargado y se lo recuerda siempre sonriente, feliz, como si
ese fuese su destino.
Basta decir que años después, cuando
rearmamos la parrilla él era el parrillero oficial, podríamos decir que esos
años en las cercanías de los asados lo convirtió en un experto, en un buen
asador. De qué murió no lo supimos, pero es seguro que una intoxicación, un mal
funcionamiento del hígado, una cirrosis, porque no es posible pensar al Jorge
de Bonis sin un trago al lado, sin un cigarrillo. Se fue y dejó un tibio
recuerdo de hombre bueno.
Por qué será que es de esta estirpe los
humanos que nos quedan prendidos en la memoria.
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