El hombre es sinónimo de miel, de colmenares, de fragua, carbón mineral y
rejas en el yunque, de peleas con un hermano, de abandonado de amor. Fueron
años niños los compartidos con este hombre que, recién cuando la comprensión de
las cosas tuvo más luz pudimos verlo en su entera dimensión.
Juancito poseía el colmenar más hermoso del mundo. Jamás probaríamos una miel
mejor a lo largo de la vida. Vemos los cajones en fila detrás de la casa, entre
el patio trasero del rancho y el campo de alfalfa, treinta, cincuenta cajones
perfectamente ordenados para que las abejas elaboraran la miel más rica,. Esa
miel que chorrea sobre el pan, se cae de la cuchara y entra a la boca con
flores y aromas de los yuyos de las serranías. Miel pura que supimos extraer.
Porque no una sino muchas veces Juancito nos convocaba a la hora de sacar la
miel. Con su equipo blanco y su escafandra, que usaba en ciertas ocasiones. Él
decía: —hoy están alborotadas. El viento, el cielo, algo hacía que el diálogo
habitual de Juancito con sus chicas, diálogo amoroso, de posarse sobre su mano,
recorrerlo y jamás recibir una picadura frente al asombro nuestro que más de
una vez quedábamos con el brazo, la cara ,la pierna hinchada por molestar a una
de ellas cuando su tarea de libar el néctar para elaborar la miel para los
hombres. Entre las margaritas silvestres, Juancito traía a la sala de
extracción (la galería de tierra, techo de chapa que se convertía en el taller
de la miel) un cajón con las alzas rebosantes, sin las abejas y con un cuchillo
caliente(una olla de agua hirviendo al lado) seccionaba las caras, quedaba toda
la miel en el panal de cera, nos la entregaba para que la pusiéramos en la
máquina extractora, hasta cuatro o seis alzas y era una fiesta darle a la manivela, un sonido imposible de
olvidar, de igualar, no hay otro que se le parezca y en ese fragor que gira a
una velocidad suficiente para que la miel decante, caiga al fondo del tacho del
extractor y desde abajo desde la canilla embardunada ir sacando recipientes que
volcábamos en un gran colador para limpiar las impurezas y desde ahí a los
frascos, a las botellas, kilos y kilos de miel dorada, con las abejas
revoloteando pero felices de ser partícipes de esa fiesta de la dulzura.
Juancito nos premiaría con unos cuantos frascos para llevarnos a casa, de
retorno de las sierras. Nunca en casa nos faltó la miel, que se acaramelaba, se
endurecía, tal pureza tenía esa miel, y hay que recordar que en aquel entonces
apenas si se usaba algún herbicida, nada era contaminante, y la flora autóctona
de cardos y margaritas, chañares y violetas constituían la savia que enriquecía
en aroma y color a la característica miel de las alfalfas. Pero Juancito era mucho
más que un apicultor sabio, amigo de las abejas y las flores. Juancito manejaba
la primera Studebaker que se conoció por la zona, una buena cosecha y comprar
una camioneta como la gente, que contrastaba ante el caos y precariedad de
otras herramientas, sobre todo de las que iban quedando en desuso como las
vagonetas, las manceras, los sulkis, los carros. Él era el mecánico, era quien
afilaba los discos y las rejas en la pieza de la fragua, detrás de la casa, una
habitación casi en derrumbe, sin techo, donde alimentábamos el carbón de piedra
y accionábamos la fragua para que Juancito, en el yunque golpeara sobre el
hierro enrojecido y permitiera que los instrumentos de labranza recobraran el
filo requerido.
Pero detrás de ese hombre laborioso estaba el otro, las otras facetas que
desde la visión de un niño se convertían en historias maravillosas, que no se
podían contar en alta voz, era silencio, como que nadie se enterara. Se decía
que Juancito (a esa altura un hombre de treinta años) había tenido una novia
con la que se prometieron casar. Juancito fue comprando los muebles, roperos,
camas, cocina, aparadores, los enseres de una casa, y la mujer un día se fue,
lo abandonó, no se sabe si por otro hombre o porque dejó de quererlo, lo cierto
es que en una habitación lateral de la casa, a la que nadie accedía,
descansaban los muebles que Juancito había comprado para su casa en matrimonio.
Sabemos que esos muebles pronto tuvieron el destino de la venta. Nada hablaba
de esto, y todos callaban en su natural silencio, el de un hombre hecho al
trabajo, de estar en constate accionar, como huyendo de la inacción que lo
hicieran pensar, recordar. Sin embargo, era el hijo que se parecía al padre en
cuanto a la mirada del mundo, un simpatizante del partido comunista, de la
unión soviética, un protector de fugados y perseguidos, un defensor con
fundamentos de ideas transformadoras. Muchos años después nos reencontramos,
supimos de su solvencia de pensamientos e ideas, todo el mundo lo conocía en
sus planteos, un diferente. Sabemos que ya más grande se juntó con una mujer de
“mala fama”, así dicen las malas lenguas, con la que tuvo una hija, o se
adjudicó la paternidad, negada por el resto de la familia, separada de la mujer,
la niña fue creciendo a duras penas y al final de la vida de Juancito que no
pudo sobrevivir a una enfermedad difícil, a pesar de su ingerir jalea real y todos los productos extraídos de la miel,
los propóleos, licores, extractos, la niña se hizo mujer con los rasgos
inconfundibles de los Torres, pero la historia se pierde ahí, apenas como el
corolario de una vida interesante de este personaje de nuestra infancia, un
primo hermano de nuestra madre que nos marcó con sus enseñanzas, sus historias,
sus peleas, lo recordamos vívido, y su muerte nos pesó como una de las muertes
menos soportables.
Memorables eran las peleas con el Pelado, a puño limpio, a trenzarse en la
galería y revolcarse en el piso de tierra hasta que la voz severa del padre o
la acción de los restantes los separaba y alguno se iría de la casa, en
realidad esos encuentros eran fortuitos pues siempre se lo ubicaba al Pelado en
el Morro, en otro lado y como buen pendenciero al volver a la casa y al pueblo
alguna acción quedaba, producto de su afición por el vino y las pendencias.
Juancito, el mayor, el componedor de herramientas, en más prolijo de entre
todos, no por nada todos se fueron y él quedó en una casa del pueblo acompañado
a su madre, continuando con colmenares, con injertos de frutales, y con la
Studebaker hecha pedazos, pero esa es la vida del simple, que el menor de los
hermanos con una mentalidad diferente se quedó con casi todo o por lo menos eso
se dice aunque uno nunca sabrá cómo fueron las cosas entre esos hermanos
campesinos, simples, todos dotados de buena madera y todos con los brazos
abiertos para recibirnos cuando les caíamos a la casa al inicio del verano,
como peludo de regalo.
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