Fea la Ñata. Su apodo no dejaba mentir; una nariz ganchuda, un cuerpo
fibroso, hecho a trancos de alpargatas, de incansable hacer en ese mundo
caótico de un rancho sin cuidado, sin proyectos, apenas unas paredes y chapas
para cobijarse del frío y la lluvia. Nos hacía acordar a la Patora, a la
hermana de Patoruzú, nunca se lo dijimos porque de alguna manera la permanencia
en la casa dependía de ella, los ritmos que ella ponía al tambo, al ordeñe, al
encierro de los terneros, a la crianza de las hijas en sucesión de cinco, una
ya en edad de merecer, que un gringo que pretendía a la hija del patrón se tuvo
que conformar con la nieta mayor y todo quedaba en casa. En ese entonces la
pobre cargaba con dos bártulos pesados, el Jaime diezmado por algún ataque cerebral,
un ACV de entonces, una pierna colgando, un andar dificultoso, un hablar
inentendible, y la Norita, la última chinita, que nació con un coeficiente
menor, apenas balbucear, sonriente, linda, inquieta, tal vez producto de una
violación tardía del Jaime, cualquier cosa es posible, quizás fue eso porque
las otras todas robustas, forzudas, fibrosas, mujeres que serían con el tiempo
mujeres madres y se alejarían para siempre de ese mundo del rancho de la Ñata
que en la memoria queda como algo inconcebible, que no podía ser más precario,
que no descuidado, aunque todo estaba adentro revuelto, compartiendo la cama,
la mesa, la cocina, menos mal que el excusado quedaba lejos, no entraban esos
efluvios pero estaban los de la gallinas, de los pollos, los patos, los gatos y
perros que se multiplicaban y disminuían sin solución de continuidad. Y la
visión es a partir de las seis de la mañana, cuando el sol todavía no había
asomado detrás de Los Gemelos. Por un caminito en sesgo cruza el campo sembrado
o con rastrojos a paso sostenido, sola, ella emprende el día, a veces alguna
chinita se le prende, pero ella es la que primero estará allá en el corral
donde esperan las vacas que les suelten sus terneros. Maneas en mano, el tacho
entre las piernas, las crenchas al viento, en cuclillas la Ñata ordeña, ordena
y enseña, con esos dientes abultados, dientes de conejo, saltones, que le dan
una sonrisa permanente a pesar de que en su vida todo lo que le rodea es
desorden, dolores, faltas, ausencia, no hay futuro ni planes nada, todo se
derrumba, todo se cae y nadie viene a sostenerlo.
No le sabíamos de escuela, tal vez un grado, apenas para saber escribir su
nombre, no se le conoció ni un gesto de coquetería, es posible que no se haya
vestido siquiera para un baile, para ir a la fiesta de turismo, o para un
velorio. La Ñata estaba enclavada ahí, hasta que el desalojo de la historia, la
llegada a la ciudad, la espalda que se fue encorvando hasta torcer su
humanidad, y partió dejando una amplia descendencia.
En un mundo de varones, de siembras y arreos ella era el sostén del
alimento diario de su rancho y de los que habitaran la casa grande, o mejor el
rancho paterno, con alguno de sus hermanos siempre presentes y los sobrinos y
parientes que veraneaban a destajo. Es probable que esa casa, en tiempos de un
Jaime sólido y trabajador, hubiera sido un vergel, porque detrás estaba la
huerta y la quinta con frutales diversos, que destacaba una clase de peras que
jamás se pudo ver en verdulerías u otras quintas. Nogales, parras, cítricos y
al medio el pozo con sus poleas para extraer el agua para alimento y limpieza.
En esa casa no había circuito eléctrico ni cloacas ni cañillas, esa era la
forma de vida en un rancho donde se crearon esas hijas robustas, entre medio de
animales y cultivos. Por eso se recuerda los piojillos que pululaban entre las
cobijas, la sarnilla y la sarna inevitable ante tamaño descuido. No es de
achacarle quedantismo a la Ñata, ni a sus hijas, una, pronto voló del nido, con
quince, y como ella que la parió a los quince, por lo que tenía treinta cuando
ya era abuela, todo un récord, por lo que a su muerte contaba con bisnietos y
el posible que alcanzara el tataranieto. Sus últimos años fueron de mengua en
su salud, un encorvamiento general, casi imposibilitada de caminar y se fue con
esa simpleza de mujer de campo que dejó suficiente cría como par que se diga
que su paso no fue en vano.
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