La voz de Federico

 

La voz de Federico me llega desde el rincón de la celda de la cárcel convertida en campo de tortura y exterminio.

Me llega desde una oscuridad mortuoria, ni una brizna de luz, y sin embargo, el rincón es una pantalla cinematográfica gigante. Luminosa.

 

Llega la voz de Federico desde el silencio grueso, desde el silencio impuesto, exigido: que no se escuche ni un estornudo, menos una canción, un saludo, nada.

 

La voz de Federico es una voz que no se degrada con el tiempo, queda en la memoria, eterna.

 

Suave, ondulante, la voz de Federico prepara al auditorio, anticipa de qué viene la cosa.  Esta noche será una película romántica y nos pide ( o le exigimos) que actúe Sofía, o Caterinne, o Jane, o Isabel. El protagonista masculino no importa, seremos cada uno de nosotros, los veinte jóvenes que compartimos la gran celda rectangular, tapiada, mugrienta, silenciosa.

 

Federico es más grande que la mayoría de nosotros, nos lleva una década, es un hombre de treinta y pico, grande frente a los párvulos de veinte.

 

Pasaron cincuenta años, cuarenta y nueve, para ser precisos. En los primeros días de mayo del fatídico 76 ya nos habían arrancado algunos compañeros.

 

Federico está en el rincón sur oeste de la celda. En el rincón sureste estuvo Larguirucho, Ricardo, el del violonchelo, desde ese camastro del frente lo sacaron una noche maniatado, vendado los ojos y lo llevaron a la muerte. En otro camastro lateral estuvo Carlos, que luego de cicatrizar el suplico brutal de los infames otra noche también se lo llevaron a la muerte.

Ellos escucharon, vieron algunas de las películas de Federico. Menos mal que al menos se llevaron ese regalo.

 

Una madrugada acabó con las funciones cinematográficas. Vaciaron los pabellones y en el tremendo traslado desde ahí hasta un avión Hércules pudo ser uno más de los vuelos de la muerte. Pero no, de alguna manera nos rescataron de las garras del Chacal y fuimos a parar a distintos establecimientos donde, aunque no hubo cine, pudimos soñar con que era posible seguir con vida.

 

Nunca le pregunté a Federico si los guiones eran de películas conocidas, por ahí sonaban, o si fueron de su entera imaginación. Ni tampoco le preguntaré; quedará como un ciclo especial de cine, noche tras noche mientras duró la noche negra de la Penitenciaria.

 

Después no nos vimos más. Pasaron más de cuarenta años y no supe de Federico sino ya en libertad, anécdotas sueltas, que había continuado su condición de rehén del Chacal, que se había ido a Francia, y nada más. Hasta que, por esas cosas de las redes, supe de su retorno y en una larga charla, otra vez, la voz de Federico contó su historia.

 

Y la voz sigue dándonos señales de su existencia, ahora cuenta anécdotas graciosas, de familiares, de personajes, charlas que gastan la carga de los celulares, y debatimos de todo, con esa fina ironía y ese gesto burlón, y la profundidad y complejidad con que aborda cada tema.

 

Apenas si nos vimos otra vez hace unos años para la primera edición de Ollitas. La voz de Federico resuena, después de cincuenta años.

 

Es la voz que embelesa, vuelve la misma voz, la del camastro rinconero.

 

Y nos quedamos en la vida con los ojos cerrados, imaginado las escenas que su voz supo generarnos, como genera el arte, esa manera que tenemos los humanos para vencer a la muerte.

 

 

 

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