Me saco la lengua. No, no me la saco como a las medias, no me la saco de encima como a esos fastidiosos obsesivos, que ahora le llaman tóxicos. No, me saco la lengua como me la sacó la tonta de mi idílica novia de primer grado cuando le dije que me gustaba y si quería ser mi novia. Me la saco en el espejo del ante baño; me la veo, la toco, rebusco en sus partes no visibles, aun en el espejo. Porque también el espejo oculta cosas. En algún lado deben estar almacenadas las palabras. La lengua tiene una memoria prodigiosa, aunque a veces se lentifica, da vueltas en la boca, abierta, boquiabierta del asombro o de la estupidez, o encubierta, para que no entren moscas, que esta boca no es mía y no encuentra las palabras justas, esas únicas con las que quiere dar una orden, una súplica, una declaración de amor, sí, cursi recontra cursi suele ser la lengua, o para bordar un pensamiento destinado a una antología de las grandes ocurrencias.
Se ve que mi lengua se ha encariñado con el
español, el argentino, el cordobés, con el tono y el acento y el ritmo con que
lo hablamos acá al sur de la provincia, donde los ranqueles impusieron su
presencia y algún marqués nos quiso hacer Imperio, el imperio del sur cordobés.
Qué aversión tiene mi lengua al inglés. No hay
manera de que guarde una sola de sus palabras, más aún, las pronuncia mal, ni
yes ni tank you suenan naturales, encima que el loco de la conciencia se ofende
con el Ok, es una lucha ideológica a cara de perro, le dice, y la lengua se las
olvida, o las repite como loro, no las quiere ni siquiera guardar para otra
ocasión. Eso sí, algunos nombres queridos los tiene en algún cofrecito de
azafrán: John, Joan, Ernest, Edgard, Willians.
Pero, qué delicia, qué placer le da, cómo se le
hace agua en los costados cuando recuerda a sus tíos paternos insultándose en
dialectos italianos. Porca miseria, andiemo, arrivederchi. O el
arrebatado parloteo de sus ancestros españoles: Pamplinas. va a treballar,
gandul, cal parar l'olla.
Claro que le ha dejado un lugar de privilegio al
portugués, mejor, al preciso brasilero, al carioca, vai toma no cu, filho da puta, al paulista Aroldo: “bate un papiño
amoroso” y uno se queda escuchando, mientras traquetea el teclado, la bossa
nova de los inmortales, ese ritmo que nos fagocita y si bien hay letras y
palabras, ese idioma es música envolvente, a la que suma instrumentos y
sonoridades y entonces podemos pasarnos horas y horas concentrado en lo que
hacemos, escribir, por ejemplo, sin que Toquiño, Vinicius, María Bethania o Caetano nos dispersen. Porque si pongo a
Silvio, o Víctor, o a Daniel, ya la lengua se pone a mover sola, como un
músculo inconsciente, y deletrea y me desconcentra y dejamos lo que estamos
haciendo y la lengua nos invita a cantar, convocamos a la voz, a la garganta y
la lengua hace inflexiones, como gimnásticas flexiones, modula, interrumpe,
hace lo que sabe hacer.
Y saca, desde la
caja de resonancia de la vida, las palabras que pronunciamos para enamorarnos
de nuevo con el idioma.
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