Miguel Torres

Habría un solo Miguel en nuestra vida, el Miguel Torres, el segundo de los hermanos Torres que conocimos cuando era un muchacho de veintipico. Después vinieron el Miguelito Trossero y el Cuitiño, pero decir Miguel es acordarse del primo de la Coca. Corpulento, pesado en el andar, ojos claros más allá del accidente que blanqueó su ojo derecho. Y decir conocimos es un atrevimiento porque ese hombre se encerró en su mutismo existencial o en su drama y de ahí no salió, con una perspectiva siempre sombría de la vida, todo está mal, todo no tiene sentido. Si vive aun el personaje, andará pisando los noventa y no lo hemos visto más, sabemos de él, como si se hubiera mantenido incólume en su mirada del mundo y de la vida. Obviamos su historia personal, si acaso se casó, si tuvo hijos, nada de eso importa, porque lo que cuenta de este personaje es su historia juvenil, la que lo llevó a ser lo que es. Una mañana calurosa, ordeñando como de costumbre en el corral del palenque detrás de la casa buscó la sombra del espinillo del rincón del noroeste. En cuclillas, como acostumbraba, sin banquito, dale que dale al ordeñe manual de una holando argentina, por alguna maniobra del ternero, o que la vaca desató la manea, cualquier incidente hizo que Miguel se levantara como un resorte con tan mala suerte que dio su cara con una rama del espinillo, una de sus fulminantes espinas se le clavó en un ojo y fue el desastre. No hubo nada que hacer, en la ciudad cercana apenas si pudieron recuperar una parte, sin perspectiva de mejorar un poco.

Lo cierto es que Miguel se instaló en Buenos Aires, para el tratamiento, en alguna pensión a la altura de sus ingresos, cercana al hospital y permaneció no sabemos cuánto tiempo ahí, tal vez un año y volvió, ya con la tristeza a cuestas, el ojo gris, ciego, apenas una visión difusa y desde ese día Miguel pasó a ser un hombre encerrado, tímido, como si no quisiera mostrarse ante el mundo, como si tuviera vergüenza de haber perdido un ojo. Claro, uno lo dice, pero habría que ver qué es lo que uno hace en estas circunstancias. Lo anecdótico quedó en su memoria prodigiosa, que nos pinta la estancia de Miguel en Buenos Aires. A la hora de la cena, se encontraba con nosotros en la mesa larga del rancho y nos gustaba escuchar sus relatos, mejor sería decir, sus imitaciones. En una retahíla de intervenciones, remedaba las emisoras que escuchaba en su radio a transistores en su soledad de pensión. Y con voz modulada, imitativa de los porteños, nos decía: Transmite LRA radio nacional en su frecuencia de cien megavatios desde sus estudios en el barrio de Pompeya. Luego radio Rivadavia o Mitre, todas las emisoras que Miguel escucharía en su encierro voluntario mientras la ciencia médica hacía lo imposible por devolverle, aunque sea un poco de luz a ese ojo maltrecho por un espinillo rinconero. Miguel seguía, con una sonrisa cáustica, irónica, como único gesto vivo de malestar con el mundo. Esos relatos a la luz del farol de noche nos transportaban a un mundo desconocido. Nos parecía fabuloso lo que Miguel relataba, nos parecía de una grandiosidad nunca vista, sería por la pasión que le ponía, por lo sorprendente de cómo recordaba palabra por palabra esos relatos de radio y nos los entregaba como si los estuviera escuchando recién y la imaginación nos llevaría a ese cuarto a la sombra con el aparato de radio en la mesa de luz y Miguel con el oído y el corazón pegado a lo que las radios lo conectaban con el mundo.

Siempre distante de las disputas entre los hermanos, sobre todo de la disputa a muerte entre Alejandro y Juan, tomaba distancia, no opinaba, nada decía, se encerraba en la pieza y ahí permanencia a oscuras, en silencio, como si ya nada en la vida lo motivara.

Cuando desalojaron el campo de los Dos Gemelos, Miguel se instaló en el campo de Del Campillo y ahí permaneció años hasta que su cuerpo ya no fue apto para las tareas del campo, y vendió su parte, compró una casa pequeña en un barrio y ahí siguió su vida en soledad, siempre con la palabra amarga en su boca, imposible de socializarlo, de sacarlo de su ostracismo voluntario.  Sería bueno saber si acaso, ya en la ancianidad, recuerda aún esos mensajes radiofónicos vívidos, si acaso fueron ellos los que le sostuvieron la existencia.

De todos los hermanos, seis para ser precisos, es con quien menos frecuentamos, apenas nos une estas historias de Radio, con seguridad él las explayaría más, completaría con textos de su invención:  haciendo esfuerzo de memoria, rescatamos otros textos, la presentación de los locutores de los programas radiales destacados, como el Glostora Tango Club o  la Revista Dislocada.  No hay recuerdo de un relato de Fioravanti, pero es seguro que en esas siestas de domingo en la soledad del cuarto, el futbol le entrara por la voz del relator más famoso de su tiempo. Habrá que ver en ese entonces cuáles eran los más famosos y uno lo ve ahí, estirado con su largura y robustez en el camastro de la pensión dejando que la vida le entrara por la voz de la radio, esa compañía insustituible de los solitarios o los ausentes, o los dolidos. Es una linda historia real como para embellecerla con ficción al tono, porque lo cierto es que no era un revoltoso, como  el Pelado, ni un comunista como el Juancito, ni jovial y bromista como el Alonso, distinto de su hermana Ñata, laburadora, o de la Nena, que no se ensuciaba las manos con las duras tareas del campo y buscaba su príncipe azul en algún veraneante que llegara de la capital. El Miguel era el que recibía de alguna manera la mirada piadosa, el respeto a su silencio, uno se compadecía de su suerte y sabíamos que de ahí no saldría jamás.

Y a decir verdad no sabría juzgarlo en sus pensamientos o ideas, como a cada uno de los demás, cada cual con sus posturas diferentes, su actitud distinta frente a los avatares de la vida.

 

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