Meterse con Ollitas es meter la
cabeza en el cuenco, bucear un poco más allá del
libro, sus hojas, dibujos, imágenes. No nos alcanzan las palabras.
Es tanto el alboroto que uno quisiera rozarle
el fondo, el que nos tiene atado a la vida, que nos hace estar aquí porque no
nos dejamos ganar por el olvido.
Lo que compartimos, Federico, nos moldeó
para siempre, de ahí salimos lo que somos o lo que quedamos, porque ahí sí nos
pusieron a prueba de todo. Y sobrevivimos.
No es un cumplido, ni una
metáfora cuando hablo de cine y te recuerdo. Vos serás siempre el dueño de
mis películas. Pensar en el cine, es acordarme cómo, en la noche desde tu cama
rinconera de la celda seis, cuando las huestes salvajes y criminales se
retiraban a sus guaridas, abrías tu imaginación, armabas una historia y
nos contabas una película. Me extasiabas, nos extasiabas con tu
relato minucioso.
Imagínense la escena. Veinte
jóvenes condenados, indefensos, escuchando, viendo las escenas que las palabras
de Federico relataban desde su camastro. Así una sala de cine, a oscuras, los
ojos cerrados, cada cual armábamos nuestra película, recreábamos al héroe o al
farsante. Ya no las recordamos, pero cuando el tiempo de la luz volvió a
nuestros ojos ya no podríamos distinguir si esa escena la habíamos visto en el
cine de la plaza o en el de la celda seis de la Penitenciaria.
En esas noches donde rondaba la muerte
tu contar magistral fue un exorcismo para menguar el dolor y el terror; el alma
se insuflaba de libertad y nos salvó de las otras muertes.
Después sobrevivimos los que
pudimos, como pudimos.
Allá quedamos, en la seis, al
fondo a la derecha, para siempre. Solo quienes vivimos esos tiempos terribles
podemos tener una dimensión de cómo nuestros lazos se hicieron indestructibles.
Eso nos hizo inseparables.
Uno se pregunta por las
secuelas de los que pasamos por los campos de terror, y más los que estuvieron
una y otra vez frente a un pelotón de exterminio y ahora pueden contarlo. Cómo
queda ese hombre después de esos años terribles y luego vuela, tiene que huir,
cortar con su historia, establecerse en otro lugar y desde ahí intentar rearmar
la vida si acaso eso es lo que ha quedado. Claro, alguien tiene que ordenarle
sus fantasmas, alguien tiene que detener ese galope descontrolado de la cabeza
y del corazón, años y años de asistencias, de hundirse en lo más profundo del
pensamiento humano para encontrar un sosiego que al final no alcanzará para
explicar la tragedia de uno solo de los hombres, que, a pesar de todo, lo puede
contar. Sí, quién puede contar si no el que pisotearon en el barro más
asqueroso de la infamia y desde ahí sobrevivió.
Entrarle a Ollitas, por
adentro, por los costados, indagar hacia dónde nos lleva, por dónde andamos y
meternos hacia los más antiguo, hacia el origen del barro con el que se coció
la olla, hacia el alma del poeta que escribió en sus paredes el poema de su
estirpe. Y seguir después hurgando en la historia, la que el autor apenas
conoció por la palabra, cuando le contaron de su padre de quien adquirió el
nombre y vaya uno a saber qué otras raíces. Andar por ahí, recolectando, en la
búsqueda de esa identidad difusa que se armó con retazos y olvidos.
Nos metemos a reflexionar con
Federico, a recorrer la ollita desde las paredes exteriores, desde la
apariencia original, hasta el interior, con sus pliegues ocultos, con las
sabias que se amalgamaron dentro, alimentos del alma o de la vida que guardan
sus sabores imperecederos. De ahí viene la memoria, desde ahí bucearemos la
identidad, si es que hay otro propósito que el de llenar esas ollitas que así,
solas, quedarían vacías.
Hay cosas que confluyen en el libro, desde tu historia familiar, las
imágenes de las ollitas juntadas por tu padre, y citas de lecturas o
reflexiones sobre psicoanálisis, arte, política, historia, así, mechadas, hasta
parecen desordenadas, sin un criterio claro, aunque el libro esté dividido en
secciones. Parece querer poner todo en poco espacio, y a veces confunde, o
mezcla, es un revuelto que terminamos por perdernos, hay que volver y repasar.
Hay descuidos en la prosa, si no sintácticos, que no afean, pero dificultan.
Descuidos y desorden propio de la búsqueda, de la incongruencia, de la
dificultad para reflexionar sobre el sentido último de la identidad. Y así
podríamos seguir con la apariencia, con lo externo, con lo que se ve.
Terminada la lectura nos queda la sensación de incompletitud, de
dispersión, de fragmentos. Todo parecería buscar un encaje, una armonía, pero
es imposible. Hay rupturas, despojos, muertes, exilios, retornos, pérdidas,
idas de la mente, carencias y todo ello en busca de saber quién somos si es que
eso acaso importe.
Nada está puesto por querer ufanarse de lecturas o sabidurías, o lugares
o personajes. Apunta a dejar que sean otros lo que completen, que es un libro
que se escribe entre todos, la identidad es ese empaste de tantas vivencias,
corrientes, lo originario y lo conquistador, lo nativo y lo extraño, la
libertad y la cárcel, mi patria y el exilio, el padre y su ausencia, una
familia que no se sabe, hermanos que aparecen, revelaciones, mucho más. Es un
libro reflexivo, silencioso, es un libro que va más allá de las palabras, es
imagen, es comunidad, es historia. Podíamos seguir enumerando reacciones,
visiones, pero se trata de descubrir que más allá de lo aparente hay otra
realidad más profunda a la que solo se accede cuando nos despojamos de
preconceptos, de ataduras mentales, recién ahí podemos navegar por el mar de la
vida que vos nos propones, Federico. Tal vez se necesite de tu mano para
caminarlo juntos por las honduras que quisiste transmitirle.
Un libro singular de múltiples lecturas, de imágenes y reflejos, donde
cada cual podrá también seguir sus rumbos, buscar su propia identidad. La
humildad del autor, casi en sombras, deja que sean los otros los que se luzcan,
digan, hablen de lo que saben, nos habla de un hombre grande, que supo mantener
la coherencia a lo largo de la vida, que llega hasta aquí con la cabeza
erguida, tratando de reconstruir su propia ollita deteriorada por el tiempo,
fracturada, aunque no destruida. Hoy se lo siente atormentado, porque de alguna
manera esa timidez nativa se desplazó a lo largo de la vida, no hubo forma de
salir y encima un postrero golpe de esos que no se pueden soportar en el ser
más amado, más idolatrado, y es ahí donde entramos en el desconsuelo. Lo que queda por delante es juntar los pedazos
de tantas otras ollitas y dejarlas donde nacieron para irse, para dejar apenas
eso, un pasaje sin grandes resonancias, volver y dejar un recuerdo. Parir un
libro que nos muestre lo que uno es, apenas un hombre, con las marcas que le
vienen desde aquel muchachito de Belén.
Apenas es un agradecimiento al ser que
anduvo un trecho con nosotros, que dejó su impronta. Y es una mirada al libro que alumbre la
emoción que nos dio transcurrir sus páginas con la imagen del Federico en la
celda contándonos historias de cine inauditas, inolvidables. Ahora nos reencontramos, qué lindo es reencontrarnos así. De pie.
Creemos que íntegros. Y nos podemos mirar a los ojos y abrazarnos.
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