Son los personajes de la infancia, esos seres que uno los
tenía de tanto en tanto sentados a la mesa de nuestra casa, eran los amigos de
nuestro padre y constituía un grupo heterogéneo en el que se destacaba
Sandrinito por su don histriónico, su parecido físico al actor famoso, Luis
Sandrini, su capacidad para imitar su pose, sus gestos y por cumplir en parte,
esa función de bufón, de amanuense, de ser festivo, locutor, presentador de
espectáculos, con su impecable traje ceremonial, camisa blanca y moño y su ser
humano simple, un hombre de casita humilde, en la periferia del macro centro,
con su mujer y tres o cuatro hijos. El nombre real era Alejandro Aguilera,
Sandrinito. Da para buscar en los anales del espectáculo de la ciudad, pero lo
cierto es que su función principal era la locución en las noches de
espectáculos musicales o bailables, entre otras, en la inolvidable confitería
Montecarlo. Quién no lo conoció, en donde hubiera fiesta ahí estaba él
animando.
Y entre nosotros los
hermanos era adjudicarle al Oscar el noviazgo con su hija Cristina, lo
bromeábamos hasta hacerlo rabiar y llorar, los hermanos mayores nos solazábamos
con Jorge que lo cargábamos con la Sandra Aguilera, una chiquita de algunos
años, disfrutábamos de los enojos. Después la hemos visto a la mujer como una
de las permisionarias del estacionamiento en la ciudad y lo hemos visto a
hermano, un muchacho gordo, grande, del porte de su padre, pero no de su
gracia, al menos nunca lo vimos actuar.
Lo cierto es que la historia real contable desde lo vivido
es que sus días laborales se completaban con el micrófono que transmitía su voz
desde la oficina de turismo y transporte que estaba en la esquina de España y
el arroyito (hoy, Jaime Gil) en el ángulo frente a la plataforma oeste de la
vieja terminal de ómnibus. La voz de Sandrinito anunciando la salida o llegada
de los colectivos, algunos avisos publicitarios y la música que dejaba para que
saliera por los altoparlantes de las dos plataformas y las boleterías y
comercios de la terminal cuando dejaba su puesto de trabajo y se iba a tomar un
café con los muchachos del bar, con una broma en los labios, con ese arranque
espontáneo del chistoso, sano, que toma el pelo a los desconocidos solo para
que el resto pase un momento alegre.
Y así como mi padre les resolvería las cuestiones de la
comida y papeles, en esos viajes organizado por el dueño de la TUS, Castagno,
el querido Sandrinito sería el encargado de hacer sus gracias, romper el hielo
en cada lugar, eso es lo que uno imagina. El resto de la tropa estaba formado
por el Gallego Iglesias, un visitador médico, un tipo alto, Cardarelli, picado
de viruela, el petizo Urdiales, Miguelito Ganguemi dueño del restaurante de la
terminal, don Pagano, de los electrodomésticos, el Roberto de los autos, oficio
de todo tipo, el Roberto, el Trapo Gentile y por supuesto el jefe de todos, una
especie de Macri pero de otro estilo,
Emilio, el Chiche Dadone, el dueño de la cosa, dueño de la Terminal con
don Andrés y sus hermanos, Roberto, Adolfo y el Quique Monfassani, hermano de
su esposa Elsa, el Chiche propietario de Montecarlo, con su socio
Ramoncito Crettón, una barra que viajaba asentando colectivos o se
juntaba en esas comilonas, en casa, ese es el recuerdo más vívido, donde mi
padre lucía sus dotes actorales con el sketch del violinista manco, y era el
encuentro de hombres en una casa de familia, donde se irían todos y quedaría la
Coca para la limpieza de todos los desperdicios de la comilona. Recuerdo
empanadas y pastas con mucha salsa, recuerdo los lechones a la parrilla, algún
locro, no la pasaban tan mal la banda del Chiche y sus satélites.
Y los hermanos Di Santo, acordeonistas, dueños de El
Colonial o el Florida, también formaban parte del grupo, más algún militar
retirado, algún capitoste que daba jerarquía a ese grupo con presencia de poder
económico y de influencias en los distintos estamentos de la ciudad.
Hubo un viaje memorable a Brasil. Castagno invitaba a todos
los integrantes de esa barra nutrida y diversa y con choferes y ayudantes
emprendía el viaje; tenían la excusa perfecta del asentamiento de un nuevo
vehículo que incorporaba a la flota de la TUS. De ese viaje, cuando vivíamos en
Banda Norte nos trajo de regalo un burrito blanco que por acción de un imán
rechazaba moviendo la cabeza un plato de comida y al presentarle un choclo se
desvivía por atraparlo. Seguro es que otras cosas nos trajo de regalo, solo es
mencionar ese y otro viaje anterior cuando vivíamos en la quinta frente al
Autódromo y también fueron varios días con la misma gente. Pero la barra se
juntaba sobre todo en la casa de la esquina de Corrientes y Las Heras, esos
encuentros en el patio, o en un espacio tipo quincho junto al patio ahí se los
ve a todos, apenas nombres importantes que querían mucho a nuestro padre, lo
respetaban y siempre quedaron como amigos recordables.
Y de esa barra múltiple, de profesiones diversas, de niveles
económicos y sociales variados, allí estaba Sandrinito con su gracia, su eterna
sonrisa, sus imitaciones, solaz de la comparsa acompañante invariable de fiestas
y viajes. Nosotros lo pusimos de personaje animador en un cuento ficcional en
el Saint Sousi, el Night Club que funcionaba en la década del cincuenta en lo
que hoy es nuestra casa. Sí, seguramente Sandrinito cumplió esa función en
noches memorables. Un personaje que
estará en la memoria de los riocuartenses.
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