Silvia, la Petiza Ana

Una entrañable compañera que hace pocos años partió y me queda la sospecha que fue la tristeza la que apuró su paso al más allá.

De los últimos cuarenta años y pico una sola vez la volví a ver. En los últimos años, enredados en las redes sociales pudimos conversar un par de mensajes, saber un poco de cada uno, apenas eso, siempre en la promesa de un encuentro con el Tachu, el compañero de historias compartidas, el amigo, y fue el amigo quien tuvo que darme la triste noticia y saber que ese encuentro jamás ocurriría, al menos en ese plano.

Ahora me estoy encontrando con ella, rememorando su amistad, su ejemplo, su compañerismo, las cosas que nos unieron y vaya si fue para nosotros un ser importante, tal vez trascendente sin que estuviera en ella el propósito de ser un parte aguas en mi vida.

Nos conocimos en la escuela de Filosofía, allá por el 72. Una compañera brillante en los estudios, algunas veces nos juntábamos a estudiar o hacer algún trabajo para la facultad en su casa del barrio Güemes, una casa imponente, de gente adinerada, o por lo menos profesionales, es posible que su padre hay sido abogado o algo así. No los recuerdo, sí me quedó de esos encuentros su gigantesca pecera, ya eso delataba un estilo de vida distinto a los habituales de nuestra familia, y en esa pecera deambulaba un poderoso cachalote, una vieja del agua refinada para nuestros gustos, un pez feo, horrible frente a los pececitos de colores, pero ese cachalote era la adoración de Silvia, la futura petiza Ana.

Y, cómo olvidarlo, en ese mundo de descubrimientos memorables, sabíamos de la relación amorosa que Silvia tenía con Galia, una mujer actriz, de la escuela de artes, del grupo LTL, relación que se daba en esos encuentros de estudios, sin la presencia de los padres. Tiempo después fuimos como organización a un encuentro nacional de estudiantes en Tucumán, fuimos en tren y volvimos no recuerdo si en la caja de un camión y hubo toqueteos de Silvia con algún compañero, eso queda siempre en la nebulosa, por eso no nos sorprendió cuando supimos que Silvia, ya con el nombre de guerra Ana se había juntado con un compañero proletario, o por lo menos de orígenes humildes, que había tenido que  pasar a la clandestinidad y esa parte la desconozco y poco importa, si acaso se fueron juntos a la Compañía de Monte o fue él solo, que supimos de la muerte del compañero en un enfrentamiento con los militares. Pero volvamos hacia la universidad.

Y entre teorías filosóficas, reclamos en el centro de estudiantes, asambleas en el comedor y discusión de caminos hacia la revolución vino un tiempo de búsquedas de otro orden, en auge el movimiento pacifista, los hippies, los mochileros y allá anduvimos, experiencia relatada en otra instancia y al volver, una tarde, memorable ocurrió ese encuentro fundacional, como un mandato inexorable. Bajo las acacias o cipreses del predio de la facultad de psicología, creo que en cercanías de la escuela de cine, la Silvia me encaró, sin ambages, sin medias tintas. Tenés que optar: o hippie, la marihuana, el amor libre y todo lo que Woodstok había instalado ya en el mundo, o la revolución. Lo sentí como un ultimátum, imposible de desobedecer, porque Silvia era una autoridad moral, un ejemplo de estudiante y de ser humano. No creo haberle contestado de inmediato, lo cierto que a los pocos días integraba el movimiento contra la represión (el MCR) y desde ahí fue un accionar constante hasta la militancia plena y todo lo que vino después.

A poco andar, sumado a otra zona de militancia, ya en pareja no supe más de ella, mejor no saber nada porque al fin y al cabo nos conocíamos con nombre y apellido, sabíamos nuestros domicilios lo que siempre implicaba un peligro mutuo y era mejor no conocer.

Hubo de pasar varios años, la furia genocida se llevó miles de los nuestros, sí, como se diezma un maizal, se vacía una higuera de sus brevas. Un río de sangre y miedo atravesó la vida, años de silencio, de hablar en voz baja, de esconderse, de no saber, qué pudo ocurrirle a este o a aquella y fueron saliendo a luz y fue llanto, y dolor profundo, cualquiera de los que cruzaron por nuestros días podía estar sumando un número en la lista de los ausentes, de los desaparecidos en cuerpo, la más atroz manera de dejar de estar.

Una mañana, de retorno a la prueba de reiniciar la vida en la docta, cumpliendo una tarea cotidiana de ir a una verdulería del barrio, precisamente en el barrio Güemes, al entrar veo a una mujer bajita, que se da vuelta, me mira, y exclama sin pudor mi nombre, pensé que estabas muerto, me dice, te leí en un diario que habías muerto en un enfrentamiento, o en un intento de fuga, eso me dijo. Confieso que nunca busqué esa noticia, ni siquiera quise aseverar otra noticia que hablaba de la irrupción de una patota militar a la casa de donde me habían detenido hacia más de un año, todo eso queda en la incertidumbre, pero la petiza Silvia, la compañera Ana estaba ahí, viva, una alegría frente a tantas tristezas, apenas fue eso.

Luego supe que tenía una hija, supe que era hija de ese compañero muerto en Tucumán, o quise armar así su historia y supe por lo que me contó el amigo en común que esa hija la negó siempre, que no quiso verla más, o se distanció, que no le trajo sus nietos y la Silvia, ya abogada, profesional, sola, no soportó tanto desprecio, tanta soledad y dejó que los males del cuerpo avanzaran y se la llevaran para siempre
 

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