Bife de hígado

Sería una anécdota insignificante si el hígado, el bife de hígado, fuera apenas el plato de carne que venía en la dieta carcelera para los enfermitos de úlceras o estómago. Dicho sea de paso, eran muchos los sufrientes y de distinta gravedad. Peleé mucho para conseguir el régimen de comida diferenciada del rancho habitual de guisos grasosos, pesados hasta la indigestión. Digo pelear, metafóricamente. En la cárcel la pelea se da dentro de uno por no darse tregua en el ánimo, en la esperanza. Pelear es burlar la vigilancia y hacer algo prohibido, arriesgarse sin comer vidrio.

Es otro tema, llamado resistencia. Pero no se trata de eso ahora. Desde hacía tiempo venía solicitando audiencia con el director para que se me otorgara el régimen alimenticio ya que lo había autorizado el médico del penal. Fueron un par de audiencias y siempre pasaba para el mes siguiente. No se trata de pedir y ya. Hay que esperar a que se den los tiempos reglamentarios.  Mejor sería decir, cuando se les ocurriera. Entre tanto, a lavar las carnes, a despojarlas de grasa, a comer apenas, complementando con alguna delicia de la cantina. Me pregunto cuánto habré estado jodido de la úlcera que alguna vez hubo salamines en la celda y no le hice asco, digamos que hubo magia sanadora en el entorno. Bueno, ñañas o no, un principio de mes llegó el ansiado régimen alimentario. Es de imaginar que ese régimen diferenciado era unánime para todo tipo de dolencia, una especie de aloe vera que servía para curar todos los males. No había nutricionistas, dietólogos ni cheff.

Esa mañana se anticipó la venida de la dieta cuando llega el litro de leche que comprendía al régimen especial. Fue una fiesta porque con esa leche haríamos postres de maicena, de quaker, budín de pan (esto es otro capítulo que corresponde al mundo gastronómico). Si así empezaba el régimen, cómo sería el resto. Nos relamíamos con el compañero de celda, porque hay que decirlo, todo se compartía de alguna manera. Con qué platos habré soñado. Es que Régimen Especial suena interesante. Pasó el rancho con un potaje de garbanzos, un solo plato, ya estaría avisado el fajinero y tras el retiro del pabellón del carro del rancho, se abrieron las rejas nuevamente y vendrían en un carrito especial, no era para menos, las porciones para los dietarios. Qué suspenso. Qué emoción, cuánta expectativa. Se baja la puertita de la celda y entra un plato con un trozo gigante de carne. Tras el cierre de la puertita, el inicio del festín. Qué sospechar, qué dudar, un pedazo de carne orondo y jugoso.

Pero… ¿y ese olor? ¿Carne de qué?

¿No será…? ¡hígado!

Qué patadón en el estómago. Hígado. Lo único que no como ni comeré en mi vida, salvo el paté de foi. No soy delicado, degluto todo lo que me den, lo más exótico, dulce, agridulce, salado, ranas, nonatos, palometas, peludos. Pero no hígado. Con ese corte tengo algo especial, dirá Serrat.

¿Y ahora?

El compañero ya se había zampado más de la mitad de su guisacho. Lo miré con piedad:

—Tomá, te lo cambio por el resto.

Pero algo se quebró; ese algo me advertía que ya no era posible continuar con historias no resueltas. Me pareció que al muchachito que podía darse el lujo de decirle no al bife de hígado (esa es otra historia) le había pasado mucha roña bajo el puente, no estaba en condiciones de escoger.

 ¿O no me acordaba de los pedazos de grasa envuelto en pan que eran una delicia en la penitenciaria del terror?

Sí, algo me advirtió que había madurado un poquito. Hice de tripa corazón y apliqué con un poco de asco el cuchillo al trozo oscuro que parecía haberse cansado de esperarme. Y llevé el primer trozo a la boca. No sé si hubo arcadas. Vino en segundo trozo y debo haber avanzado unos cuantos más. Entre pan y jugo de guiso y agua, mucha agua, lo fui pasando hasta que me llené. Un trazo mayor a la mitad pasó directo al estómago de mi compañero que para peor,  o para compensar, le encantaban los bifes de hígado y se relamía de los que le hacía su mamá con ajo y perejil. Dos o tres veces por semana llegaba el hígado a la celda. Los comía, un poquito más cada vez, pero se ve que el hígado obró milagros porque al mes siguiente pedí al médico que me retornara al rancho común. De hecho, me lo retornaron cuando se les cantó. Agradezco esa insistencia porque al final, hoy puedo comer un bife de hígado, hasta soy capaz de comerlos una vez por año.

 

 

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