Mirta Legrand en Sierra Chica

Andaríamos por el 77; rescatados de la condena a muerte prometida por el Chacal Menéndez a todos los presos de la UP1 de Córdoba, recalamos en el penal de Sierra Chica. Primero fue en el pabellón 14, con un número como identificación total, el 52, compartiendo la celda con otro trasladado y recuperando vestigios de dignidad avasallada.

Pasaron algunos meses de nuestro ingreso cuando empezaron los movimientos de los presos, las rotaciones, los traslados de un pabellón a otro; porque no olvidarse que Sierra Chica es un penal de máxima seguridad y de un régimen severísimo. De a poco se fue haciendo la luz de las razones de estos movimientos. Las autoridades del penal, sin duda con las directivas de las Fuerzas Armadas, habían determinado escalones de peligrosidad, categorías bien diferenciadas para juzgar la calidad de los presos.

Recuperados. Recuperables. Irrecuperables

Esa fue primera división que nos adjudicaron: recuperados, recuperables e irrecuperables. En el sorteo, después diré por qué fue un sorteo, me tocó en suerte caer en un pabellón de recuperables. Las diferencias de beneficios entre unos y otros eran notables, si no abusivas. Desde la entrada de periódicos sin censura, más horas de recreo y de visitas, misa, deportes, recreación. En fin, se hacían sentir esas diferencias. Claro que no era inocuo. Era premeditado. Apuntaban hacia la división entre los presos, las delaciones, los arrepentimientos, buscaban horadar la voluntad y conciencia de cada uno. QUIÉN NO QUISIERA ESTAR EN EL PABELLÓN DE LOS RECUPERADOS. Cuánto pudo influir en la entereza de cada compañero es difícil de medir. Basta decir que el ser humano se acostumbra, a tener, a tener menos, o a no tener nada y más en una cárcel donde lo esencial está faltando. Esa presión existía, aunque no tenga recuerdos de casos puntuales que hayan dado sus frutos. El desmoronamiento, la desesperanza, el quiebre de valores son propósitos fundantes de una política de exterminio moral y psicológico. Digo ahora por qué esa primera división fue aleatoria. Caí en suerte en un pabellón de recuperables junto a compañeros de distintas organizaciones que uno sabía de su trayectoria militante, de sus altos compromisos, digamos, que eran cabecillas, responsables, jefes, militantes probados, en una palabra, pesados. Pesos pesados. Mezclados con otros que apenas eran simpatizantes de una idea, y otros, como yo, con una militancia incipiente. Y otro tanto ocurría en el pabellón de los irrecuperables. Había “perejiles” desesperados por estar catalogado como el peos de todos. Seguramente los servicios de inteligencia penitenciario y militar tenían la ficha de cada uno de nosotros y sabían grosso modo quién era quién, con excepciones lógicas. Tampoco quiero darles a esos servicios la capacidad que no tienen. Pero la mayoría de nuestras acciones estaban a la vista, antes de la cárcel y durante el transcurrir en ellas. Informantes, delatores, quebrados, podían aportar los datos para armar el mapa de los presos políticos. Y todo venía a cuento que, entre los beneficios que tuve en suerte disfrutar por un tiempito exiguo en ese pabellón fue ir una tarde, en los lindes de la cancha de futbol, a un salón donde los presos pudimos ver por televisión, en vivo y en directo un programa de la Mirta Legrand. Almorzando con la diva, ya en ese entonces uno de los programas de mayor rating. Ver televisión en esa cárcel hoy nos puede parecer una creación en Inteligencia Artificial. Cada cual puede sacar las conclusiones que quiera. No recuerdo si llegué a una segunda vez, a lo mejor ha quedado algún registro en las cartas que enviaba a la familia. Fue una fugacidad y el cautiverio continuó con mayor severidad, sin pantalla de televisión, sin misa dominical, sin futbol en cancha de césped. Aun así, Sierra Chica, la tenebrosa, fue la cárcel que nos devolvió la ilusión de continuar la vida.

 

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